Bella resurrección de la Bestia
Ocho filmes recuperan un milenario mito ligado a tiempos de crisis e incertidumbre histórica
Abrió esta inesperada oleada de cine sobre el lado bello de lo monstruoso Jonathan Demme, hace cosa de dos años, con El silencio de los corderos. Le siguió la singular versión en dibujos animados, realizada por Disney, de La Bella y la Bestia. Y ahora mismo se proyectan en todo el mundo, como punta de lanza de una nueva oferta de variantes del milenario mito, una serie de películas -algunas magníficas y otras no tanto- que rompen definitivamente con el tono acaramelado que el cine derivado de la era Reagan impuso en el consumo de películas durante la pasada década.
Entre estas obras se encuentran el filme francés, dirigido por Jacques Rivette, La bella mentirosa y los estadounidenses Sin perdón, dirigido por Clint Eastwood; El ojo público, escrito y dirigido por Howard Franklin; los mediocres El guardaespaldas y En nombre de Caín; y, cerrando por ahora -pues se anuncia un chaparrón de secuelas, que rellenarán buena parte de los lotes de Hollywood en los años que se avecinan- esta oleada, el Drácula de Francis Ford Coppola, que es una reconstrucción casi al pie de la letra de la novela fundacional de esta variante del mito originario, que el irlandés Bram Stoker publicó en 1897.
Todas estas películas, con enfoques muy diferentes entre sí e incluso en algunos casos opuestos, son recomposiciones -unas explícitas y otras solapadas- de la leyenda de la Bestia enamorada, que sigue encontrando en el cine el espejo insuperable -muy superior al que le proporcionaron las artes plásticas tradicionales y la narrativa literaria- para llegar al fondo de sí mismo.
Mil caras de una leyenda
No obstante, alguna sombra de la Bestia queda siempre en la producción cotidiana de cine, pues tiene un lugar ininterrumpido, permanente, en el pequeño consumo cómplice del cine genérico de terror, hoy convertido en un rincón minoritario y casi exclusivamente ocupado por ¡niciados hasta el punto de que tiene algo de sabor sectario en el sentido literal y no peyorativo de la palabra: cine de secta, casi cine para adictos.
Pero en la gran producción, en la que atiende a las demandas ambientales generalizadas -esas que sólo las antenas de algunos sagaces fabricantes de películas norteamericanas descubren de tiempo en tiempo-, hacía tiempo que se echaba de menos una o varias películas de gran espectáculo y audiencia mundial que despertaran al fantasma dormido, a esa imagen enquistada e inquietante de la Bestia enamorada, que es indispensable para entender algunas raíces y una buena parte de la evolución del cine moderno.
La primera cristalización del mito tiene altura fundacional en el cine mudo: El gabinete del doctor Caligari, emblema del movimiento expresionista alemán y antesala de la genial Nosferatu de Murnau, de la que derivan los innumerables Dráculas que, tras la popularización del relato de Stoker por Tod Browning y Bela Lugosi en los años treinta, inundaron a los cines de un periodo catastrófico de este siglo con variantes de la Bestia unas veces en forma de Golem, otras de Frankenstein, otras de Homúnculo, otras de Pantera, otras de Maldito, otras de Jorobado, otras de Hombre Lobo, otras de Fantasma de la Opera, otras de Momia, otras de Vampiro,y más formalizaciones metafóricas del Otro ínmemorial de donde procede este fértil modelo cinematográfico.
Pero es en los bordados del dúo, al mismo tiempo tenebroso e intimista, entre El doctor Jekill y míster Hyde; en la terrible galería de monstruos cotidianos que James Whale reunió en su Freaks y sobre todo, en la genial primera versión de King Kong -siempre en el gran periodo de los años treinta de Hollywood- donde estas riadas de configuraciones de la Bestia confluyen y arrojan más luz sobre las motivaciones de esta extraña manía humana -su tozuda conversión de lo siniestro y lo abominable en inexplicable fuente de ternura- que tiende misteriosamente a florecer en los periodos históricos poco confortables, como es éste, y, sobre todo, como se teme que va a ser el que se avecina, temor que pone un gramo de racionalidad en esta nueva e inesperada avalancha de películas que intentan rescatar el milenario mito como clave que ilumina la trastienda de algo impreciso e inefable que le ocurre a la gente ahora mismo.
El lado más revelador -la idea de Jean Cocteau y los surrealistas de la Bestia como radiografía transgresora, que revela la barbarie que se oculta como una pesadilla bajo la piel de la civilización- de la revitalización cíclica de esta imagen es diáfana en la primera versión de King Kong, cuyo trasfondo psíquico y ambiental procede de tomas documentales de las calles de Nueva York en la fase aguda de la Gran Depresión de 1929.
La figura del tierno gigante Kong tiene allí rango de anuncio del derrumbamiento de un mundo. Hasta tal punto depende la eficacia emocional de esta variante del mito de la Bestia de que exista una sensación de inseguridad detrás de la confortable butaca del espectador, que quienes realizaron hace 18 años la revisión -con Jessica Lange en el lugar de Fay Wray entre los dedos del gran gorila- de aquella joya del cine se vieron forzados a situarla, para sostener la difícilmente sostenible credibilidad de la metáfora, en el ojo del vértigo de la crisis energética de 1973. A través de una grieta de incertidumbre social e histórica, la Bestia volvió a asomarse a la pantalla como si ésta fuera la ventana de su guarida.
Sólo así la imagen, en sí misma desprovista de armazón que la mantenga en pie, del monstruo enamorado se hace verosímil en una pantalla y quienes asisten a su soledad se conmueven con ella. En este aspecto, aunque en las antípodas en cuanto relato, hay otra película -Glengarry Glen Ross, escrita por David Mamet- que puede añadirse, sin distorsión, como variante realista y casi documental, a esta nueva resurrección del mito.
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