Juan Benet fue enterrado en silencio
Todo un sector de la cultura española acudió al entierro del novelista en la mañana de Reyes
Juan Benet fue enterrado ayer en silencio, ante unas 200 personas con las que se podría describir una forma muy concreta de entender y hacer la cultura en España. Hacía menos frío y un sol madrileño, y en el cementerio de la Almudena no había nadie más, y no quedó nadie cuando el sepelio terminó, a las 11.05, después de una ceremonia en que la única oración fue un largo espacio de silencio completamente inmóvil. Luego los sepultureros continuaron con sus trabajos y el duelo recobró sus viejos sonidos: golpes de tierra sobre un ataúd, caídas de flores sobre una lápida de piedra, murmullos.
El escritor está enterrado en la vieja zona de la Almudena, aquella que todavía parece un cementerio y no uno de los costados de la M-30 en el mismo panteón que otros dos hombres cuya muerte determinó en buena parte su vida: Tomás, su padre, asesinado en los primeros días de la guerra, y Francisco, Paco, muerto de una forma confusa en Irán, en 1966, después de haber enseñado a su hermano lo que había que leer, y sobre todo lo que no había que leer, y de haber sido su modelo.Tenía de qué: Paco era "alto, guapo e inteligente", recuerda un amigo, y en aquellos años planos y mediocres se portaba como un héroe: fue el organizador de la fuga a Francia de Nicolás Sánchez Albornoz, hoy director del Instituto Cervantes, que en aquel entonces picaba piedras en el Valle de los Caídos por ser hijo de don Claudio Sánchez Albornoz, presidente de la República en el exilio.
Nicolás acudió ayer al cementerio antes que nadie. Los hijos de Benet y Blanca Andreu, su viuda, dieron muestra de entereza. Luego fueron llegando todos los amigos de Benet, que en buena parte -junto con los ingenieros, que también son unos cuantos-, representan una forma muy concreta de entender la cultura en España: los escritores Rafael Sánchez Ferlosio y Carmen Martín Gaite, y los editores Javier Pradera, Jaime Salinas y Juan Cruz, por ejemplo. Y miembros de la generación más Joven, que acudían al número 7 de la calle Pisuerga, en el Viso madrileño, no sólo a beber el whisky JB, así bautizado en honor del anfitrión, sino a recibir severas críticas por sus propios escritos: allí estaban Javier Marías, Vicente Molina Foix, Antonio Martínez Sarrión, Manuel de Lope, Mariano Antolín y, el más veterano, Eduardo Chamorro.
También se encontraba Alberto Oliart, que en su día fue uno de los pocos que se atrevieron a protestar por escrito por el doble rechazo de Benet en la Academia Española, de la que sólo acudieron representantes de la línea más abierta: Francisco Rico y el duque de Alba. Otros, asistentes fueron Joaquín Estefanía, director de EL PAÍS; Clemente Auger, presidente de la Audiencia Nacional; Joaquín Arango, director del CIS; Elías Querejeta, productor de cine; el filósofo Fernando Savater; María la viuda de Juan García Hortelano, amigo de Benet muerto hace nueve meses; y el embajador rumano, Darie Novacenau, especialista en el autor.
El presidente Felipe González acudió con su esposa a dar el pésame en el domicilio, y Carmen Romero siguió hasta el cementerio. Allí acudieron Rosa Conde, ministra portavoz, y su marido Álvaro Espina, secretario de Estado de Industria; Joaquín Leguina, presidente de la Comunidad de Madrid; Máximo Cajal, subsecretario de Exteriores; Federico Ibáñez, director general del Libro, y Magdalena Vinent, directora del Centro de las Letras. Una joven lloraba sin consuelo: Mercedes García Arenal, la hija del ingeniero que tuteló a Benet durante años y, por tanto, una suerte de hermana.
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