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1 La llamada de la selva

"La política es magia. Quien sepa extraer fuerzas de lo profundo será seguido ". (Hugo von Hofmannsthal)

Tres personajes conspicuos de la vida pública española nos han obsequiado recientemente con declaraciones que ponen de manifiesto la dolorosa vigencia de la observación de Karl Popper, escrita 50 años atrás, sobre la naturaleza fundamental del conflicto entre el racionalismo y el irracionalismo, destacándolo como el problema intelectual y moral de mayor trascendencia en nuestra época. Me refiero, por orden protocolario, a los señores Felipe González, Jordi Pujol y Miquel Roca. El presidente del Gobierno ha señalado, a raíz de las turbulencias monetarias que han sacudido Europa en las últimas semanas, y lo ha hecho con la seductora desfachatez de la que suele hacer gala, que Ios mercados financieros se equivocan". El presidente de la Generalitat, por su parte, no ha vacilado en proponer a Cataluña, con carácter general y eterno, como prioridad absoluta y como "razón de ser" que debe condicionar "el cómo, el cuándo, el quién o el nadie", es decir, el espacio, el tiempo, la sustancia, la forma, la felicidad o la desdicha. En cuanto al ex y quizá futuro secretario general de Convergéncia -ya decía Ferrater Mora que la vida catalana no resiste, sino que retorna- ha solucionado de manera simple y precisa el arduo problema de los pactos poselectorales. "Nosotros estaremos siempre con nosotros mismos" han sido sus palabras exactas, para aclarar inapelable a renglón seguido, en un extraordinario despliegue de riqueza dialéctica: "Y basta".

El hecho bien conocido de que Felipe González y Miquel Roca no creen nada de lo que dicen y de que para ellos el discurso no es un intento de aproximación intelectiva a la realidad sino una hábil cadena de fintas verbales para situarse ventajosamente en el juego epidérmico de la contienda electoral, mientras que Jordi Pujol, que desea la púrpura con igual o superior intensidad y tampoco quita ojo de las urnas, si tiene fe en aquello que brota de su boca, es irrelevante para el propósito de este artículo, que consiste en reflexionar de manera breve, y si es posible amena, sobre el instinto y la razón como instrumentos de movilización política. Los tres ejemplos citados de afirmaciones notoriamente irracionales no tienen otro objeto que ilustrar la tesis que me propongo modestamente desarrollar, a saber, que el nacionalismo y el socialismo basan su enorme fuerza movilizadora. en la utilización eficaz y despiadada de instintos, primigenios y oscuros que reptan en los sótanos del alma humana, en tanto que el liberalismo apela a nuestra capacidad de raciocinio y a nuestra voluntad indesmayable de comprender el mundo.

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Dado que la historia ha demostrado ampliamente y el presente nos recuerda cada día la tremenda superioridad del recurso a los instintos para generar adhesiones colectivas, los liberales, cuando llegan al poder, no pueden evitar una actitud de cortés incredulidad respecto a haberlo conseguido, y al ejercerlo adoptan siempre el aire elegantemente resignado del que sabe, como en el poema de Kavafis, que los bárbaros llegarán irremediablemente. Nacionalistas y socialistas, en cambio, conscientes de lo arrollador de la corriente a favor de la cual navegan, cuando blanden el cetro lo hacen con entusiasmo desbordante y pletórica firmeza, y pueden imponer coactivamente el monolingüismo en un país plurilingüe o aumentar brutalmente la presión fiscal en periodos de alarmante disminución de la actividad económica sin que el pulso. les tiemble ni sentir el menor remordimiento.

¿Cuál es, pues, esa fuente oculta de energía milagrosa que permite conseguir apoyos generalizados para acciones de gobierno contrarias a la razón y a los auténticos intereses de la gran mayoría de los votantes? En el caso del nacionalismo, son dos los instintos atávicos alojados en los estratos más hondos de nuestra psique los que facilitan la manipulación masiva de las conductas. El primero es la necesidad de sentirse integrado en un grupo homogéneo que nos dote de identidad y nos infunda seguridad frente a un entorno exterior lleno de incertidumbres y peligros, el segundo es el odio al extraño, la hostilidad innata que existe en nuestra estructura más íntima hacia el que es distinto y, por consiguiente, es percibido como una amenaza potencial.

El socialismo, a su vez, encuentra su base recóndita en otro instinto igualmente arraigado y también, como los dos anteriormente mencionados, casi siempre inconsciente. Me refiero al altruismo extremo que, tal como señalara Hayek, deben practicar los pequeños grupos muy primitivos para sobrevivir y procrear en un medio hostil en el que la obtención de recursos es laboriosa y está sujeta a considerables riesgos.

Estos tres instintos, estrechamente emparentados entre sí y legado de la evolución biológica, el grupal, el defensivo y el altruista, operaron a pleno rendimiento en la etapa prehistórica de la humanidad y lo siguen haciendo en determinados colectivos aislados y poco numerosos en Australia, la selva amazónica o el centro de África, según ha puesto en evidencia la moderna antropología.

Por tanto, el nacionalismo y el socialismo, que en el terreno visible se envanecen de representar, respectivamente, el amor nobilísimo a las propias raíces y la solidaridad redistributiva de la riqueza, esconden en el subsuelo de sus doctrinas, como motor impulsor de su éxito, instintos primitivos carentes, como tales, de contenido cognoscitivo o ético alguno.

Una mínima reflexión desapasionada conduce de inmediato a comprender que el automatismo espontáneo del mercado ni se equivoca ni acierta y que atribuirle la facultad de cometer errores carece por completo de sentido. Asimismo, parece obvio que el haber nacido en determinado lugar, hablar determinada lengua o pertenecer a esta o aquella cultura, no pueden constituirse en razón de ser de, nadie, al tratarse de contingencias y circunstancias fortuitas, más o menos felices, que se sitúan en el ámbito descriptivo pero nunca definitorio del ser humano. En cuanto a proclamar como máxima contribución a la gobernabilidad del Estado el enquistamiento narcisista, y dicho además por alguien que perece por calentar un sillón ministerial en un Gabinete socialista, aparte de colocar al personaje a medio camino entre Fouché y Arlequín, merece entrar con todos los honores en la antología del despropósito.

Sin embargo, el hecho de que los señores González, Pujol y Roca, claramente bien dotados para la cogitación, se permitan continuamente aseveraciones de una irracionalidad flagrante responde a un propósito bien definido y a una utilización coherente y optimizada de sus verdaderas herramientas de movilización. Cuando lanzan urbi et orbi disparates del calibre de que el mercado se equivoca, que Cataluña es el arcano supremo del cosmos o que la panacea del pacto político es el autismo irredentista, no pretenden aportar elementos de aprehensión racional de la realidad social, sino introducir sus manos subrepticias bajo la delgada capa de civilización que los siglos han ido acumulando sobre el núcleo instintivo primordial del electorado para pulsar con escalofriante virtuosismo en s u propio beneficio las cuerdas ancestrales que nos unen al escualo, al saurio, al felino o al primate.

Frente a artillería tan poderosa, el liberalismo sólo puede oponer el frágil florete de la razón, que ha venido ensayando, seleccionando y perfeccionando, inasequible al desaliento, las convenciones, reglas de comportamiento e instituciones que desde el origen de la Humanidad han posibilitado la organización de órdenes sociales cada vez más extensos y numerosos, provistos de niveles crecientes de bienestar y de esperanzas de vida más dilatadas.

Y así, cuando los abundantes seguidores de los carismáticos líderes del nacionalismo o del socialismo agitan sus banderas, corean sus consignas, se tragan tebeos inefables o llenan los estadios solicitando subsidios sin fin mientras el país se arruina, lo hacen ignorantes de que, junto a las apasionadas evocaciones de las esencias resplandecientes de la nación inmortal o a las insobornables promesas de justa igualación de las rentas, les llega otra llamada salvaje y elemental, surgida del fondo de los tiempos, cuando sus antepasados se apretujaban ateridos en una caverna durante largas noches henchidas de miedo o salían de recolección o de caza en breve y apretado tropel, una voz telúricamente persuasiva, inaudible para su inteligencia, un sonido irresistible que les devuelve a las inmensas junglas y a las sabanas interminables en las que el individuo no existía y todo era simple, abarcable, compartido y pavorosamente inhumano.

es presidente del Partit Popular de Cataluña.

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