Clinton y los otros
PIEDRA DE TOQUE
Los temas internacionales apenas han figurado en la campaña presidencial norteamericana, que estuvo centrada en los problemas domésticos de Estados Unidos: la crisis económica y la caída del empleo. Y la esperanza que abriga esa vasta coalición que ha dado el triunfo a Bill Clinton se cifra, de manera poco menos que exclusiva, en asuntos locales: que el gobernador de Arkansas sea capaz de acabar con el astronómico déficit fiscal, reducir los impuestos a las clases medias, crear puestos de trabajo, impulsar la inversión, aumentar los programas sociales y devolver a las empresas su competitividad en los mercados mundiales. Estas metas son incompatibles entre sí y, cuando lo adviertan, muchos electores que viven hoy momentos de euforia y se sienten en el umbral de una nueva era corren el riesgo de verse frustrados. Por eso, con olfato de buen político, el flamante presidente ha empezado a insinuar delicadamente a sus partidarios que deben rebajar aquellas expectativas que su habilísima campaña electoral ayudó a forjar.
Paradójicamente, ha sido en buena parte su victoria en la guerra fría, el quedarse sin adversarios a nivel mundial, lo que ha eclipsado en Estados Unidos el interés del ciudadano promedio sobre la problemática internacional. Sin embargo, esta indiferencia reposa también sobre una ilusión. El peligro comunista puede haber desaparecido, pero, incluso si se lo propusiera, Estados Unidos no podría dar la espalda a lo que ocurre en el resto del mundo y confinarse en los problemas nacionales. Porque en ningún campo y, sobre todo, en el económico, existen ya realmente problemas nacionales: los problemas de todos los países están interconectados y se afectan recíprocamente, para bien o para mal. Esto vale tanto para los países pequeños y débiles como para las grandes sociedades industriales, cuyas crisis o bonanzas repercuten de inmediato, provocando a veces cataclísmicas consecuencias, en el resto del mundo. Y, entre estas últimas, Estados Unidos sigue siendo aún (pues ese liderazgo podría perderlo si se empeñara en mirarse el ombligo) la primera. Ello conlleva responsabilidades, sacrificios y gastos que numerosos norteamericanos -como el señor Perot y muchos de los casi veinte millones que votaron por él- piensan que, ahora, con el final del comunismo, son prescindibles, pues conspiran contra los más urgentes intereses del país: recuperar la prosperidad y el bienestar.
¿Qué piensa al respecto el nuevo presidente? La verdad es que es difícil saberlo, pues sus declaraciones y tomas de posición sobre asuntos políticos internacionales han sido escasas y, a menudo, vagas. Salvo sobre el tema de los derechos humanos y la necesidad de que Estados Unidos adopte una posición más firme que la de la Administración Bush ante Gobiernos, como el de China Popular, que llevan a cabo medidas represivas y antidemocráticas. Bill Clinton ha criticado, de manera explícita, la falta de energía del Gobierno republicano contra los regímenes dictatoriales en América Latina, de manera que cabe esperar que, con él en la Casa Blanca, Estados Unidos establezca una política firme de aislamiento y sanciones contra Gobiernos de facto como los de Haití y Perú, destructores de un Estado de derecho, y de solidaridad activa con las democracias jaqueadas por intentonas militares golpistas, como Venezuela. Respecto a Cuba, el nuevo presidente ha declarado ser contrario a levantar el embargo hasta que no haya un proceso de democratización asegurado y respalda, incluso, la llamada ley Torricelli (por el representante demócrata que la presentó), que extiende la prohibición de comerciar con el régimen castrista a las filiales extranjeras de firmas estadounidenses.
Así pues, en este dominio específico, la política de la nueva Administración parece bien definida: apoyo resuelto a las nuevas democracias y hostilidad activa a las dictaduras, sean de izquierda o de derecha. Dentro del contexto latinoamericano, esto no puede ser más oportuno ni bienvenido. Porque, aunque la inmensa mayoría de los países de América Latina goza ahora de regímenes democráticos, la democracia es en muchos de ellos frágil, debido a la magnitud de los problemas económicos y sociales y a la ineficiencia de las instituciones civiles. La corrupción, sobre todo, es un cáncer que hace estragos en esas sociedades que hacen el aprendizaje de la legalidad y de la libertad. Pero no es cierto que, por primerizas, esas democracias sean incapaces de enfrentarse a aquellos males. Y lo ha probado admirablemente Brasil, destituyendo a un gobernante acusado de corrupto y sentándolo en el banquillo de los acusados, siguiendo los mecanismos constitucionales y sin necesidad de llamar a los cuarteles. Nada puede ser tan efectivo como antídoto para los militares y civiles que en América Latina quieran seguir el mal ejemplo haitiano o peruano que la perspectiva de una cuarentena económica y diplomática de la comunidad internacional, liderada por Estados Unidos.
Pero este tipo de apoyo a las nuevas democracias serviría de poco si no va acompañado, por parte de Estados Unidos, de una política de puertas abiertas, que abra el mercado norteamericano a las exportaciones de sus vecinos del Sur y fomente la cooperación y la integración económica hemisférica. En este campo, la política de la Administración Bush ha sido buena y debería ser seguida por la nueva. Bill Clinton ha hecho saber que apoya el Tratado de Libre Comercio con México y Canadá, aunque este apoyo lo ha atenuado con ciertas reticencias inquietantes, el reclamo de enmiendas que parecen coincidir con las que exigen los grupos sindicales e industriales manufactureros norteamericanos enemigos del Tratado y que, de concretarse, lo convertirían en letra muerta. Y, durante los debates de la campaña electoral, tanto Clinton como Gore parecieron hacerse eco de quienes critican los programas de asistencia financiera, que han permitido el establecimiento de nuevas industrias en América Central con el argumento de que éstas roban puestos de trabajo al mercado norteamericano.
Las presiones para que la nueva Administración aplique políticas proteccionistas, aísle cada vez más a Estados Unidos, frene o revierta el proceso de globalización de los mercados que ha permitido salir de la pobreza y desarrollar deprisa a muchos países en las últimas décadas van a ser enormes en los meses venideros, pues ni siquiera este país, cuya prosperidad y grandeza han sido posibles en gran parte gracias a la libertad económica y al internacionalismo del comercio, está inmunizado contra la fiebre nacionalista y autárquica que recorre el planeta y que amenaza con retrocederlo al siglo XIX. Si el Gobierno de Clinton cede a ellas, la crisis económica norteamericana se agravaría. Y para América Latina sería una segura catástrofe.
Porque, aunque a primera vista lo parezca, no es cierto que cuando una fábrica de zapatos se cierra en Carolina del Norte para trasladarse a Costa Rica o El Salvador Estados Unidos resulta damnificado. El desarrollo económico de América Central crea un mercado de consumo que se nutre en buena parte de productos norteamericanos, es decir, estimula la multiplicación de in-
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dustrias -de empleos- en este país, y resuelve de la única manera que es real y duradera el problema de la inmigración ilegal: ofreciendo medios de vida dignos en sus propios países a esas masas de hambrientos para los que, como ya ha quedado demostrado hasta el cansancio, no hay policía, aduana o alambres electrificados que pueda contener en la frontera tejana o californiana. Y si los zapatos que se fabrican en Costa Rica y en El Salvador son de buena calidad y más baratos que los que se pueden fabricar en Carolina del Norte, eso beneficia también al consumidor estadounidense.
Esa libertad de invertir, producir y comerciar que, sumada al respeto a la propiedad privada y los contratos, es la base de todo desarrollo económico civilizado, constituye la filosofía que cimentó la grandeza del país que ha llevado a Bill Clinton a la presidencia. Buena parte del mundo lo ha reconocido así y por eso hemos visto en estos últimos años a tantos países, en tantos continentes, adoptarla y empezar a ponerla en práctica. Con desigual fortuna, desde luego, pues no es fácil, sino dificilísimo, reconstruir un país de pies a cabeza en función de la libre competencia y el mercado, cuando se carece del know how indispensable, de la infraestructura básica, de los capitales, y se está profundamente maleado por las prácticas adormecedoras del populismo y del colectivismo. Esa es la explicación del fracaso de tantos intentos de modernización económica en Europa y en Asia y de las explosiones nacionalistas consiguientes.
Pero a diferencia de lo que está ocurriendo en Polonia, Rumania, Ucrania o Tayikistán, en América Latina la adopción simultánea de liberación económica y democratización política ha comenzado a funcionar y a dar, incluso, algunos resultados muy alentadores, como los de Chile y México. La incorporación de este último país al Tratado de Libre Comercio fue interpretada por el presidente Bush como la primera etapa de un proceso de integración continental al que podrían irse sumando otros países latinoamericanos a medida que la modernización y progresos de sus economías lo permitieran (y Chile ya es aspirante calificado). Esta política, junto con la otra iniciativa del presidente Bush para alentar la inversión y el desarrollo de empresas privadas en el continente -llamado de las Américas-, a fin de poner en movimiento una dinámica de la que pueda resultar, alguna vez, un mercado común hemisférico, tiene por fin, a diferencia con lo ocurrido en otras ocasiones con tantos proyectos de cooperación entre el Norte y el Sur, un terreno abonado para fructificar y traer, por fin, a América Latina el desarrollo y bienestar de que ya gozan sus vecinos anglosajones.
Para que ello sea realidad hace falta que este nuevo Gobierno de Estados Unidos, nacido en la esperanza y el entusiasmo de tanta gente, no cancele esta política sino la respalde y vigorice con nuevas iniciativas concretas, encaminadas a reforzar los intercambios y la integración económica entre los países ricos y pobres del continente: ése es el único medio para que éstos prosperen y aquéllos sigan siendo prósperos. Y, también, de asegurar que las nuevas democracias se robustezcan y vayan sacudiéndose las lacras que aún las afean.
Copyright Mario Vargas Llosa, 1992.
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