La dignidad humana
CUANDO HACE tres años cayó el muro de Berlín, se derrumbaba el símbolo de casi medio siglo de opresión. Es justo que ayer fueran homenajeados por ello los artífices principales del final de la guerra fría: los ex presidentes Reagan y Gorbachov, y el canciller Kohl, responsable del Gobierno en el que se alcanzó la unificación. Ellos pusieron en marcha unas fuerzas que, aun cuando se ha comprobado que por sí solas son incapaces de superar los problemas que aquejan al mundo, al menos cerraron una herida de 40 años y abrieron a millones de personas las puertas de la libertad, con todo el riesgo que ello comporta.Uno de esos riesgos -inesperado entonces- es precisamente lo que justificó el pasado domingo la enorme manifestación que se congregó en el Lustgarten berlinés; se trataba de hacer frente a la ola de racismo y al rebrote, ciertamente limitado, de las teorías nazis que parecen resurgir aquí y allá en territorio alemán. "La dignidad humana es intocable, y la obligación de todos los poderes del Estado es respetarla y protegerla". Así reza la Constitución germana y no existe razón alguna para dudar de la voluntad democrática y liberal de su sociedad. La república alemana de hoy no es la de Weimar de 1933, ni su pueblo es en este final de siglo -pese a las minorías radicales de izquierda que ensombrecieron el acto con sus agresiones o a -los energúmenos que justificaron su convocatoria- la nación indiferente de entonces, como recordó el presidente Weizsäcker: "El fracaso de la primera república alemana no fue porque hubiera demasiados nazis en sus comienzos, sino porque hubo demasiado pocos demócratas durante demasiado tiempo".
Dicho todo esto, es inevitable extraer algunas duras lecciones de cuanto viene sucediendo en ese país. Cuando, hace. dos años, ambas Alemanias volvían a unirse, asistíamos a la aparente superación de todas las enemistades y desigualdades que habían marcado una época. A los ciudadanos de Alemania del Este se les prometía un futuro sin miseria ni sufrimiento. Mientras tanto, a los ciudadanos del Oeste se les aseguraba que, a pesar de que sobre ellos recaería el esfuerzo económico de la unidad, nada reduciría o afectaría a su prosperidad. La insatisfacción producida por las tremendas dificultades económicas en el Este es hoy generalizada, y en el Oeste, la riqueza alemana parece estar comprometida; la economía, en recesión, y la cuenta de la unificación (unos 10 billones de pesetas anuales) resulta cada vez más onerosa. En la última campaña electoral, el canciller Kohl prometió que si era reelegido no subiría los impuestos para hacer frente a los costes de la unión. Ganó en las urnas y subió los impuestos. Ahora, la situación es insostenible y se hace preciso tomar nuevas medidas fiscales que repercutirán en la ciudadanía.
De la misma forma, la apertura de las fronteras del Este y la incomparablemente superior prosperidad del Oeste estimularon una oleada de inmigrantes políticos o económicos que alcanza hoy proporciones desestabilizadoras (se calcula en torno al medio millón los inmigrantes que habrán llegado a lo largo de 1992). Enfrentado con tal problema, el Gobierno de Kohl quiere reformar el derecho de asilo consagrado en la Constitución para restringirlo a proporciones más manejables.
En las poblaciones deprimidas del Este coexiste un alto nivel de desempleo con un elevado flujo de inmigrantes, y ambos, unidos a la violencia posindustrial de jóvenes xenófobos de cultura racista, crean las actuales dificultades. Los socialdemócratas, por su parte, deberán resolver definitivamente su postura ante la posible reforma constitucional en el Congreso que celebrarán los próximos 16 y 17 de noviembre. El problema es optar entre el pragmatismo electoral y, por tanto, restringir en mayor o menor medida las actuales facilidades a los que se acogen al derecho de asilo o mantener el espíritu magnánimo y tolerante que se refleja en la Carta Magna. Un dilema al que se enfrentan desunidos los dirigentes del SPD.
Helmut Kohl pecó hace dos años de falta de honradez política: no quiso arriesgarse a las consecuencias electorales de explicar los efectos económicos de la unidad, su precio, la inevitabilidad de las subidas de impuestos, la reducción del ritmo de crecimiento y el anuncio de la depresión. No quiso arriesgarse, como lo hicieron sus adversarios de la socialdemocracia, a advertir de las dificultades que se avecinaban. Ahora el canciller empieza a pagar el precio de su disimulo. Los insultos que lanzaron a los políticos en la manifestación de Berlín, las acusaciones de hipocresía, están, lamentablemente, bien fundadas. No es nada probable que los alemanes vayan a permitir la vuelta al pasado, pero sobre el canciller Kohl van a caer las iras populares por su gestión.
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