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La teología de las bolsas de plástico

Juan José Millás

Me sorprendió mucho ver en algunas calles de Chamberí unas máquinas de la que se podían extraer gratis bolsitas de plástico para recoger las cacas de los perros. No sé, me pareció que eso era casi como vivir en Suecia o Dinamarca, y me extrañó porque Chamberí es un barrio de Madrid, que está en España. Ahora me he enterado por este periódico de que esa idea higiénica, puesta en práctica por la Concejalía de Medio Ambiente, ha fracasado: la gente hacía otros usos de esas bolsas.Nuestro nivel económico o nuestra biografía no nos permiten todavía disfrutar con inteligencia de lo gratuito, precisamente por eso, porque creemos que es gratuito, aunque se esté financiando con nuestros impuestos. Un día vi a una señora sin perro acaparando bolsitas de ésas y me confesó que eran excelentes para conservar los lomos de merluza congelados. En fin, que se trataba de una notable iniciativa condenada al fracaso, sobre todo en un país dominado por la teología de la bolsa de plástico. Un amigo mío tiene todos los armarios de su casa llenos de las bolsas de plástico que dan en los supermercados; las acumula con la avaricia con la que otros hacen acopio de lentejas o aceite en tiempos de guerra. Le parece mentira que se las den gratis (eso se cree él) y por eso las guarda, porque son como una plusvalía arrancada al destino sin esfuerzo.

En mi barrio hay uno de esos contenedores panzudos para botellas desechables, al que acude con regular frecuencia un jubilado provisto de una rudimentaria caña de pescar. Con cara de vicio, introduce el sedal de cuerda por uno de los agujeros del contenedor y se dedica a pescar botellas. Yo lo contemplo, perplejo, frente a mi ventana, y hasta me emociono si consigue enganchar una buena pieza. Cuando ha pescado varios recipientes de vidrio, los selecciona de acuerdo con un criterio misterioso y devuelve algunos a su vientre original. Parece un pescador separando las carpas de las truchas y arrojando al agua los peces que no han alcanzado el tamaño permitido por la ley. A lo mejor resulta que entre todos los envases desechables se cuela alguno por el que le dan una peseta o dos en la bodega. No es que eso vaya a arreglarle nada a nuestro buen jubilado, pero le sale gratis y además hace deporte.

Quien sienta, como yo, pasión por los anuncios por palabras sabrá que con relativa frecuencia la gente pone en venta bombonas de Butano vacías, si puede colocar el anuncio gratis, se entiende; o sea, que no sólo dejamos que los perros lo hagan en cualquier parte, sino que del mismo modo que abandonamos con nocturnidad y alevosía nuestro viejo colchón en el portal, ensuciamos las nobles páginas de anuncios por palabras con bombonas de Butano que ya no sirven y aparadores que no regalaríamos a nuestro peor enemigo. En un país donde todavía hay quien pretende obtener rendimientos económicos de tan modestas propiedades, no se pueden poner por la calle máquinas expendedoras de bolsitas de plástico gratuitas.

Venía todo esto a cuento de que en este año de gracia de 1992 hemos descubierto que Madrid no es sólo la ciudad más cara del mundo, sino la más sucia de Europa. Si la capitalidad cultural sólo hubiera servido para hacernos conscientes de que nos duchamos poco y hacemos las necesidades de nuestros perros en cualquier sitio, ya habría servido para mucho. Ahora sólo falta que eso nos empiece a dar vergüenza y que descubramos que arrojar los desperdicios en las papeleras es gratis, lo mismo que ese teléfono del Ayuntamiento (el (900 10 20 00), donde le explican a uno cómo puede desprenderse de su lavadora antediluviana. ¿No es magnífico poder telefonear completamente gratis?

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Sobre la firma

Juan José Millás
Escritor y periodista (1946). Su obra, traducida a 25 idiomas, ha obtenido, entre otros, el Premio Nadal, el Planeta y el Nacional de Narrativa, además del Miguel Delibes de periodismo. Destacan sus novelas El desorden de tu nombre, El mundo o Que nadie duerma. Colaborador de diversos medios escritos y del programa A vivir, de la Cadena SER.

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