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La barbarie con castoreño

Murteira / González, Fundi, Lara

Toros de Joaquín Manuel Murteira Grave, de impresionante trapío, fuertes, con casta y juego desigual; 5º, bravo, destrozado en varas; 6º desarrolló sentido.

Dámaso González: pinchazo, otro hondo trasero y cinco descabellos (silencio); estocada corta muy trasera y baja (silencio). Fundi: pinchazo, otro hondo y dos descabellos (pitos y algunas palmas); estocada corta baja perdiendo la muleta (pequeña bronca). Pedro Lara: estocada (palmas y pitos, y protestas cuando saluda); estocada corta atravesada tendida delantera, rueda de peones y descabello (silencio).

Plaza de Las Ventas, 3 de octubre. Cuarta corrida de feria. Cerca del lleno.

Los picadores armaron una buena a principio de la temporada reivindicando sus derechos de empleados por cuenta ajena y la seguridad en el trabajo que recogen las reglamentaciones laborales de todas las profesiones (la del sector de albañilería, por ejemplo), pero los aficionados a los toros, e incluso los propios toros, están también en el derecho de reclamar daños y perjuicios por el destrozo que provocan cada tarde en la fiesta y por la carnicería que perpetran en los animalitos de Dios. Salen los picadores reivindicativos en los percherones de siempre; más envueltos en petos, guatas, manguitos, trapos y hierros que nunca; le clavan al toro puya salvaje en el espinazo trasero; lo encierran en tablas para mejor descuartizar, y esa es la caraba en bicicleta, la barbarie con castoreño, un desmadre, un atentado a la dignidad humana, una fechoría de juzgado de guardia.Cabalgan ingenios que pesarán cerca de la tonelada, estos trabajadores con castorteño, cuya especialidad es convertir toros en hamburguesas, y es como si fueran en coche. Si el toro desfallece nada más poner la pezuñita en la arena -según costumbre-, salen dándose un paseito, pegan un picotazo, vuelven, y a cobrar. Pero si alguna vez, como sucedió en esta corrida, lo que les embiste es toro de trapío y fortaleza, lo rajan de arriba abajo, y santas pascuas.

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Lo que llamaron hace ya muchos años, con raro eufemismo, "la suerte del señor Atienza" (o sea, la carioca) se ha convertido en la forma única de picar, sólo que corregida y aumentado. Y ya no le dan una vuelta al toro mientras clavan hierro, sino que se paran a mitad de camino, el percherón y su jinete dando cara al público, y dejan al toro acorralado contra las tablas, para que no tenga escapatoria. Y entonces meten vara traidora atrás, revolviendo el hierro, hasta dejarle los lomos convertidos en puré. Varazos así meten todo s cada tarde (hay excepciones honrosas, aunque escasísimas), y en la corrida de autos se distinguieron por su ferocidad carnicera Francisco Barroso en el primer toro, El Pimpi en el último, José Luis González en el quinto.

El quinto pareció un gran toro, por su impresionante trapío y por la codicia con que embestía, mas el picador se encargó de triturarlo, con la colaboración de su jefe, Fundi, que primero puso en suerte al toro colándolo debajo del caballo y luego permaneció ajeno, mientras se consumaba la barbarie. Debió de pensar Fundi que, toros así, mejor muertos. Sin embargo el toro sobrevivió al brutal ataque ecuestre, a los desordenados banderillazos del propio diestro, y seguía embistiendo en el último tercio, a lo cual correspondió Fundi muleteando fuera de cacho, con alivio del pico.

La actuación de Fundi resultó muy deslucida. A su primer toro, algo tardo, aún lo banderilleó peor y lo toreó con parecidas precauciones. Los otros espadas de la terna tampoco tenían su tarde. Dámaso González, maestro indiscutible en la habilidad de pegar pases, no encontró ni el temple ni la distancia. Pedro Lara porfió voluntarioso al tercero, que se quedaba corto, antes de abatirlo de soberbia estocada, y al sexto, un galán de apabullante arboladura, hubo de machetearlo, pues en cuanto le dudó en un cite, el toro cogió sentido y se puso peligroso.

Todos, matadores y banderilleros, pasaron fatiguitas con los torazos de Murteira. Todos menos los picadores que, entre la raya y la barrera, ejercen de verdugos de la fiesta. Tiene su intríngulis este asunto de la raya. En tiempos históricos muchos picadores se arrimaban a la barrera para que no los tirara el toro y el público exigía que picaran en los medios. Hubo fuerte polémica por eso y, finalmente, se llegó a una solución de compromiso: los picadores aceptaban hacer fuera la suerte, pero sólo hasta cierta distancia, y exigían que se marcara una raya, más allá de la cual no estarían obligados a salir. Y ahora resulta que los públicos protestan más cuando los picadores pisan esa raya que cuando ejecutan la suerte del señor Atienza, corregida y aumentada. Con su caballazo, con su puya y con su castoreñito, los picadores van a lo suyo y consiguen lo que quieren. No son tontos, no.

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