La esquina del Palentino
El bar-cafetería Palentino hace esquina entre la calle del Pez y la infeliz plazuela de Carlos Cambronero, un rectángulo desolado demasiado pequeño para albergar un jardín y demasiado grande como para no merecer su denominación de origen. Frente al Palentino, aunque lo disimule con la más anodina de sus fachadas, cuyos bajos ocupan establecimientos comerciales, está el convento de San Plácido, con sus ecos de monjas endemoniadas y la leyenda del rijoso monarca que solía poner cerco a sus novicias. La calle del Pez es una calle histórica e históricamente maltratada, una calle que fue símbolo de la resistencia de los pequeños y aguerridos comerciantes del centro cuando los grandes almacenes de la Gran Vía y los supermercados amenazaron su subsistencia.A la calle del Pez la han desahuciado muchas veces y la han dado por muerta otras tantas, la calle del Pez ha estado más veces que ninguna otra destripada, con sus entrañas al viento a causa de interminables y misteriosísimas obras que parecían tener como única finalidad hacer que cerrasen sus puertas los últimos mohicanos de las tiendas de ultramarinos y coloniales, sastrerías a la medida, papelerías o zapaterías.
En la calle del Pez, los cascotes y los socavones adoptaban aspecto de trincheras y barricadas. La calle del Pez no es que esté pasando por uno de sus mejores momentos, pero vive y colea con tiendas de nuevo cuño y jóvenes tenderos de diseño.
"Lo de siempre"
El bar-cafetería Palentino, desayunos y meriendas, está ahí desde antes de la guerra, y nada parece indicar que vaya a dejar de estarlo, vengan como vengan las cosas, porque el Palentino es el ejemplo perfecto de esa utilísima y tradicional institución de la vida social de los barrios castizos que se llama "el bar de la esquina", refugio, casino, comedor, guardería y asilo, recinto hospitalario donde los haya, local en el que saben tratar con deferencia, pero con autoridad, al parroquiano que se ha pasado de copas y al que se pasa todos los días, apuntar en la libreta las cuentas del cliente apurado, facilitar información al transeúnte despistado y hacer que, tras unas cuantas comparecencias ante el mostrador, el neófito se sienta integrado y capaz de decir: "Lo de siempre", cuando el camarero le pregunte por lo que va a tomar.
Los primitivos dueños del Palentino eran de Paredes de Nava, y de la provincia palentina han sido y siguen siendo sus herederos. El Palentino era el bar de la esquina del diario Informaciones, que tenía la redacción en la vecina calle de San Roque, pared con pared del famoso convento. El Informaciones nunca dejó de ser el periódico del barrio, los parroquianos del Palentino agradecían a los periodistas que guardaran un hueco de sus páginas para denunciar los desmanes de los que su calle era objeto, y de vez en cuando se publicaban fotos de las zanjas y los desmontes. Los trabajadores del diario desayunaban y merendaban en el Palentino, y los camareros del Palentino entraban a menudo en la redacción con s us bandejas repletas.
Casto y Moisés
Ayer y hoy, la clientela del bar podría definirse como compleja y abigarrada, suma de elementos de muy variadas procedencias y medios de vida que se reparten el espacio sin fricciones, gracias a los oficios de Casto y de Moisés, los dos hermanos que llevan en el negocio más de 30 años, los únicos que comprenden el sutil entramado que tejen y destejen amas de casa y comerciantes del barrio, clientes de toda la vida en los que se incluyen sus hijos, nietos y parientes, estudiantes de paso, rockeros de Malasaña, hippies sin reciclar, pupilas de la Ballesta en ratos de ocio e inmigrantes de todas las razas que encontraron acomodo en tan hospitalaria zona. Casto y Moisés supervisan la babélica asamblea, desde su teléfono público se cursan frecuentes conferencias a Badajoz y a Rawalpindi, a, Buenos Aires y a la casa de al lado para avisar de que se va a llegar tarde a la cena porque uno se ha encontrado a sus amigos.
Los precios son muy asequibles, amplio y casi ininterrumpido el horario, y las especialidades gastronómicas más celebradas, el pepito de ternera y el bocadillo de tortilla francesa. Manuel Rivas, escritor y periodista gallego, antiguo cliente del Palentino, hizo del bar protagonista de uno de los relatos que componen su obra Un millón de vacas, en el que se presenta así: "El Palentino es esa clase de sitio donde nada más entrar tienes una rara sensación de intensa libertad, pero libertad por alguna razón amenazadora, como en esas estaciones en la niebla que son última escala para expatriados. El mobiliario es de formica, las columnas centrales están cubiertas de espejos, a la manera de un art déco castizo, y, si no hay serrín de pino rojo en el suelo, debería haberlo. Pero lo que le daba carácter era la gente".
La descripción sigue vigente, aunque para completarla no estaría de más echar una ojeada a los taburetes que escoltan el mostrador, un canon para diseñadores modernos.
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