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El SME es el peor camino

Admitamos que sea necesaria la moneda europea única para crear un mercado único europeo, lo que ya es mucho admitir. A la vista del tifón que se desató el miércoles 16 de septiembre cabe, de todas formas, preguntarse si el Sistema Monetario Europeo (SME) y su Mecanismo Regulador de Cambios (MRC) son los mejores instrumentos para alcanzar esa meta de la Unión Monetaria Europa (UME).Les ruego que recuerden el significado de esas siglas (SME, MRC y UME), pues si no les será imposible adentrarse siquiera en la jungla burocrática del intervencionismo monetario europeo.

Los economistas defensores de la plena libertad monetaria delatamos que el SME pretende combinar la fijación de los cambios de las monedas europeas con la posibilidad de revisión imprevista de sus paridades. Por ello, en nuestra opinión, el SME, lejos de conducir las monedas europeas de forma gradual y estable hacia la UME, adolece de creciente inestabilidad cuanto más se acerca al fin perseguido. Y por haber desvelado esa contradicción la crisis del SME de este mes de septiembre de 1992 es, en realidad, una buena noticia.

Los defensores del SME emplearon contra Margaret Thatcher la famosa metáfora del tren, por la que comparaban ese sistema con el avance de un tren que, de estación en estación, se acerca suave e inexorablemente al destino final: la unión monetaria. "¡No se quede usted en el andén!", le gritaban en Madrid a la señora inglesa del bolso. Pero por ser los enganches de los vagones entre sí y con la locomotora alemana elásticos y desacoplables, y saberlo los pasajeros, resulta que los vaivenes aumentan y los descarrilamientos menudean cuanto más se aproxima la terminal.

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Primeramente hay que entender el SME. Se trata de un sistema que pretende reducir progresivamente las fluctuaciones de unas monedas europeas frente a otras. La esencia del sistema es que cada divisa define una paridad central respecto del ecu, alrededor de la cual ella va a poder fluctuar de manera restringida. Al ser el ecu una cesta de monedas de los Doce, esa paridad central queda también determinada respecto de cualquiera de las divisas del sistema: la peseta hasta hace dos días la tenía definida respecto del marco en 65 pesetas/DM y ahora, en 70.

Ha sido la idea de los padrinos del SME, desde Roy Jenkins hasta Delors, que a lo largo de los años irían decantándose a fuerza de pruebas unas paridades centrales que valdrían para constituir la moneda única. La UME consistiría, pues, en una equivalencia fija, irrevocable y permanente de las monedas de los Doce a las paridades centrales el 1 de julio de 1998.

Mientras esté en funcionamiento el SME sin haberse alcanzado la unión monetaria, las divisas sometidas a la disciplina de MRC, que son todas menos la dracma (y la libra y la lira desde el día 17), no pueden salirse de una banda predefinida alrededor de esa p4iridad central, y sus respectivas autoridades monetarias tienen la obligación de intervenir ilimitadamente en los mercados financieros para garantizarlo. La banda no es la misma para todas las monedas: la peseta, el escudo y la esterlina hasta que tiró la toalla anteayer, gozaban de una distancia del +/- 6%; las demás monedas, de sólo +/- 2,25%. Se reconoce así la dificultad de unificar monetariamente economías dispares.

Los bancos centrales de los once (ahora nueve) elevan sus tipos de interés para atraer capitales si su moneda está débil, o los reducen si muestra excesiva fortaleza. Pero si un banco central no puede impedir que su moneda se salga de su banda, entonces es posible pactar en el marco del SME una revisión al alza o a la baja de su paridad central. Ahí está la contradicción. Los mercados saben, pues, que siempre pueden forzar una moneda a desengancharse de las demás si consideran que la paridad central definida no es compatible con la situación buena o mala de su economía.

Los ministros españoles pasan ahora la culpa a los especuladores cambiarios, como antes a los gnomos de Zúrich. Los mercados financieros no agitarán las aguas mientras el desarreglo de una economía como la italiana o la española no haga Inverosímil el mantenimiento de su tipo de cambio central, o mientras una mayor confianza en el Bundesbank no haga irresistible el atractivo del marco.

John Major culpa ahora a los alemanes de las dificultades de su esterlina. Pero fue él uno de los que empujó a Margaret Thatcher a someter la moneda británica a la caprichosa disciplina del sistema. Ahora ataca al Bundesbank por desempeñar su papel de guardián independiente de la estabilidad del marco alemán.

Volvamos a los vaivenes. No se puede utilizar en el mundo financiero internacional una técnica de aproximación paulatina, como la de un tren que se acerca a su estación. Los mercados financieros se adelantan a los hechos, descuentan el futuro. Si creen que el tren llegará a la estación, ya ha llegado. Si el mercado cree verdaderamente que la nueva paridad de la peseta con el marco es la sostenida per in aeternum, entonces apuesta por esa paridad. Si los hechos no le convencen, entonces ningún banco central podrá sostenerla, ni siquiera con 71.000 millones de dólares de reservas, como los que tenía nuestro banco central.

El Gobierno y el Banco de España han creído posible convencer a los mercados de que los defectos de la economía española se corregirían gracias a la disciplina del Cambio exterior. Por debilidad congénita, nuestro Gobierno, el italiano, el irlandés, el portugués, y el griego han buscado servirse del mecanismo de cambios del SME para conseguir la convergencia de sus economías con la alemana. Eso es empezar la casa por el tejado, porque es la convergencia de las economías de los Doce la condición necesaria para que el SME sea estable.

No quiero ser sólo negativo. ¿Cómo alcanzaría yo la unión monetaria, si creo que el SME es inviable? El éxito de la UME exige evitar los errores cometidos en la unificación de las monedas de las dos Alemanias: los problemas que aquejan a la República Federal unificada nacen de que se eligió un tipo de cambio equivocado entre Ost- y el Deutschemark, y de que se unieron monetariamente dos países a los que separaban enormes distancias económicas: es decir, sin convergencia.

Para el éxito de la UME es necesario haber descubierto, con una libre flotación, el tipo de cambio realista que permita a las economías más débiles seguir exportando y produciendo sin ajustes titánicos. Es necesario también que las economías se hayan acercado, o hayan convergido suficientemente, para que, una vez congelados los cambios, el tipo fijo elegido no produzca distorsiones insuperables, por la distinta reacción de países pobres y ricos unidos a una misma moneda, ante choques repentinos provenientes del exterior, como fueron las crisis del petróleo.

Para dejar de conducir por la izquierda no se les ocurrió a los suecos hacerlo poco a poco. Tras una sólida y larga preparación, el cambio se hizo en una noche. Así, en todo caso, la unión monetaria.

¡Qué mal lo han hecho nuestros eurócratas, nuestras autoridades monetarias y políticas, nuestros gurús del Comité Delors, y otros soberbios especialistas! Y a mí me parece aún peor que a ustedes: llevo años avisando a nuestros popes del intervencionismo monetario, en conversaciones privadas, en la prensa, en seminarios y reuniones, no sólo de que el SME no puede funcionar, sino de que la UME en sí es un error. Europa padecería con una moneda única, tanto como florecerá con la circulación plenamente libre de mercancías, capitales y personas, en un mundo gobernado por, las reglas del librecambio.

Pedro Schwartz es catedrático de Universidad y vicepresidente de NERA Asesores de Economía.

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