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Crítica:TEATRO
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Degeneración

Hay grandes cuadros; y sus reproducciones en cajas de membrillos y Cartones repujados, plateados. La especie Sagrada Cena del Monumental es algo así con respecto a su original inglés -cito el que he visto, y del que se reproduce-; la cual, a su vez, es una mala reducción del hermoso folletín libertario de Víctor Hugo; y un arreglo mejorado de la primera versión del mundo, que se estrenó en París y desapareció poco después porque no gustó nada. Allí se saben la novela. Fue esta versión londinense la que la resucitó y lanzó al mundo. Pero la forma en que se ha olvidado que texto y música son franceses resulta poco limpia.Comparo porque la producción inglesa, de Cameron Macintosh, obliga a seguir su molde y así lo ha hecho en los ciento y muchos países donde se ha representado -en la actualidad parece que está en 72-, salvo los recortes inevitables; por ejemplo, aquí, el movimiento de las grúas y los giratorios; no puede ser el mismo en el Apolo (Progreso) que en el Barbican de Londres; ni el foso puede estar tan repleto de músicos, y éstos tampoco pueden afinar tanto; ni los cantantes tampoco; por ejemplo, Ruy Blas está obligado a imitar los falsetes del cantante original sin tener la voz adecuada para ello. Y, en general, todos tienen alguna voz, pero no está suficientemente educada, ni acordada entre todos; y les faltan dotes e interpretación teatral lírica. Y dramática. No hablemos ya de los niños, que son gatunos.

Los miserables

De Alain Boublil y Claude-Michel Schonberg sobre la novela de Víctor Hugo. Música de Claude-Michel Schonberg. Letra de las canciones en castellano: Plácido Domingo Jr. y María de Gregory, sobre una traducción de José Martín Recuerda y Angel Cobo. Texto original de Alaín Boublil y Jean-Marc Natel. Intérpretes: Pedro Ruy Blas, Miguel del Arco, Gema Castaño, Joan Crosas, Connie Philip, Luisa Torres, Margarita Marban, Carlos Marín, Enrique R. del Portal, David Alba, Alberto Alejandre, Carlos Díaz, Carlos Soto, Irina de Felipe, Mireille Villa, Eva Jurado, Natalia Pérez. Coros y orquesta. Dirección musical: Juan García Caffi. Supervisión musical: David White. Escenografía: John Napier. Director en Madrid: Ken Caswell.

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Quince minutos de aplausos

Desafinaciones

El director musical -Juan García Caffi- deja escapar desafinaciones de músicos y cantantes; forzados éstos, también, por un texto -de Plácido Domingo hijo- que resulta ridículo al pretender una rima rígida; no sólo salen ripios, sino que el idioma castellano se deforma al adaptarse a la música francesa. Texto. y música, que tienen sus problemas en el original. En primer lugar, la reducción del gran fresco de la época y la digestión de los cantos de libertad y la exaltación de los pobres de la tierra está suficientemente digerida para que pueda convertirse en un acontecimiento distinguido, para un público suficientemente solidario con los sufrimientos ajenos siempre que sean del pasado; y de un pasado convenientemente lejano en el tiempo y en la geografía. En segundo lugar, la música se queda a medias; no es una ópera, naturalmente: está por debajo de un cierto rigor que se exige. No es rock: le falta brío, ritmo. Tampoco es una comedia musical: no tiene la alegría, ni la canción. Aunque con esta orquesta y estos cantantes falla que relaten la música que, a fin de cuentas, es teatral.En el original de la Royal Shakespeare había, por lo menos, esa teatralidad. La narración itinerante de Jean Valjean, perseguido por Jayert -la ley dura, implacable-, caminando incesantemente por Francia, conseguía esa tensión; como la pasión de la lucha en las barricadas; y brotaba emoción, todo lo barata que se quiera, en las numerosas muertes de seres queridos -Fantine, Cosette, Gavroche-; y el actor que representaba a Valjean tenía una grandeza y una arrogancia noble que aquí no está; y los demás, sinceridad. Hay dos hechos importantes: uno, la prodigiosa, casi mágica, reducción de la escenografía monumental y de ingeniería fina a un escenario imposible, aunque el público no tiene la culpa de que se haya traído, precisamente, al local imposible. El otro, una calidad en el coro que supera a las individualidades. Se deja oír, muchas veces con gusto.

La recomendación que se desprende de esto es la de que si uno siente la necesidad de enterarse de Los miserables -porque aquí, además, los no versados no entienden ni una palabra de lo que sucede-, puede leer la novela -voy a releer algunos trozos, a reencontrarme con sus personajes recurrentes: por placer-, pero, en todo caso, pueden ir a Londres, que resulta un poco más caro que la plaza del Progreso -Franco la quitó su nombre por odio al progreso; hoy medra esa idea en las más ilustres familias-, pero, por lo menos, el trabajo le devuelve a uno su dinero. Y también el tiempo -casi cuatro horas- entregado. Dentro del esnobismo que representa acudir a este acontecimiento tan bien inventado, queda mejor ir a Londres. Que, por lo menos, es Europa desde hace mucho más tiempo, y no necesita remedar.

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