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Havel y la nueva cuarentena

Conocí a Havel casi en las catacumbas, cuando nos reuníamos en alguna capital de Occidente en torno a la Carta 77 para sacarlo de las cárceles comunistas. Lo volví a ver, en el curso de una visita oficial, el pasado año, en otoño del 91, en Praga, como presidente de Checoslovaquia. Me parecía el símbolo de una luminosa victoria. Vagaba entre nosotros, por los salones del castillo, modesto e irónico, con un traje oscuro un poco ajado, tomaba naranjada y sonreía con. melancólica dulzura. Cuando pronunció luego su discurso oficial, salió a flote la fuerza de su estilo, su sutil cultura, veteada de ironía (ningún amanuense podría escribir un discurso tan hermoso ... ). Me venían a la cabeza los personajes de Hasek, el soldado Svejk, con su irresistible sarcasmo. Con divertido desapego, frenando mis entusiasmos, me dijo: "Se necesitarán 10 o 15 años, quizá 20, para recrear una nueva clase dirigente. Un nuevo fantasma recorre Europa, el del poscomunismo. Es difícil encontrar hombres fuertes y libres". Estaba convencido de que un moderado pesimismo era saludable, la mejor medicina contra el delirium tremens de la euforia del pasado en torno al radiante mañana. No negaba que acaso todo acabara mal. Sí, podía ocurrir. Pero ése no era el problema, porque con el viejo orden totalitario las cosas hubieran ido infinitamente peor. Éste era el equilibrio lúcido y suave que animaba su revolución de terciopelo, una evolución radical del viejo orden en la democracia total, la recuperación de la unidad entre el pueblo, entre checos y eslovacos. Su transición indolora se asemejaba a esa extraordinaria lección de historia que nos dio la España del posfranquismo. Pero los enemigos de Havel eran poderosos (y siguen siéndolo). Los viejos comunistas habían cambiado de chaqueta, pero se estaban infiltrando en todos los engranajes del poder. "A la primera ocasión se nos echarán encima", me dijo el joven ministro del Interior, que había sido un famoso guitarrista antes de la liberación. En su último artículo en la New York Review of Books, Havel -aunque haya dimitido está más presente que nunca- delinea un futuro al cual todos aspiramos y al que nadie puede sustraerse. Quería una gente responsable, dueña de su destino; el trabajo realizado con amor y entrega; la política como servicio al país (y no privilegio); la acción pública como generoso empeño, y no como aparición de marionetas en el escenario político. Quería la honradez como brújula, la dignidad del hombre como meta, la independencia de la justicia como garantía ante los figurones del régimen o los ladrones del orden comunista, las ciudades limpias, el arte elevado y libre, la empresa privada no como latrocinio, sino como crecimiento del bienestar económico del país. En la democracia mantuvo la unidad entre checos y eslovacos hasta los últimos acontecimientos, alejado de todo designio totalizante y de toda tentación expansionista. Al contrario que su principal adversario. Meciar, el eslovaco, el hombre del viejo aparato, no es distinto del nacionalcomunista serbio Milosevic. Tras la fachada separatista está un hombre del sombrío pasado, que sigue siendo comunista en las opciones económicas, hostil como comunista a las reformas de Havel, definidas como explotación capitalista, y tenazmente ligado, en la miserísima Eslovaquia, a la receta del socialismo real (que fracasó empero clamorosamente, porque el paro es allí tres veces más alto que en Bohemia). Por lo demás, no hay que asombrarse: Meciar fue un agente de la policía política, los neocomunistas eslovacos qué lo apoyan están todos ellos comprometidos, así como su equipo de colaboradores, aún sovietizados. Meciar chantajeó a Havel sobre la ley de depuración, que excluía durante cinco años de los cargos estatales a los comunistas notorios, y sobre las reformas y las opciones economicas, como he dicho. "Déme la razón ", dijo Meciar, "y no habrá divorcio entre checos y eslovacos". El chantaje fracasó. Tantas laceraciones, tantos odios tribales y religiosos -y esa yugoslavización que se proyecta sobre muchos países del Este-, ¿no son acaso una forma de defensa que adopta la vieja nomenklatura para conservar sus privilegios? Se enmascaran de guardianes de la identidad nacional, de separatistas salvadores de las minorías, de custodios de las sagradas etnias lingüístico-culturales y, si es menester, de defensores de una religión contra otra, o bien del laicismo, que antaño se llamaba más claramente ateísmo.Se lee ahora que los ideales de Havel eran una construcción irreal, que el disidente estaba bien ayer, pero fracasa cuando se mete en política. Havel, como Moisés, confió en conducir a la tierra prometida a toda una nación, pero no lo consiguió. ¿Por qué no escriben los comentaristas que es sumamente dificil salir del pantano comunista de los países del Este, de la charca del socialismo real, donde las ranas reclaman siempre un rey?

Para Occidente es una derrota. Havel era el único ejemplo de rigor y sinceridad, que no sólo hablaba de la dificultad de liberarse del comunismo, sino que lo escribía, en ensayos que perdurarán, inolvidables (el último es Consideraciones de mediados del verano). Más que querer ajustar cuentas con el pasado, trató de liberar a su pueblo de una ralea de amos cuya ferocidad conoció en propia carne. No quería depurar, sino tener a raya a una nomenklatura ávida, rapaz, la de los millonarios del comunismo. Para las mentes retorcidas de nuestro Occidente -pasadas a menudo del franquismo, el fascismo y el vichysmo a la democracia, manteniendo sus privilegios y subiendo en el escalafón-, Havel ahora es casi objeto de befa. Ejemplo de una ignorancia de poeta, de romántico soñador. "El mito del escritor disidente se acabó", titularon los, periódicos, al menos en Italia. O bien: "El disidente, derrotado por la política". Quienes construyeron en estos años, a menudo con sacrificio, la red de acero de la disidencia europea contra el totalitarismo, quienes dinamitaron en definitiva el muro, han sido puestos en cuarentena y en cualquier caso dados de lado, de nuevo y siempre. Ocurre en Berlín, en París, en Roma, en Madrid. A partir de 1989 hemos asistido ya a la curiosa ablación de cerebros o eliminación de las mejores cabezas pensantes o de los más ardientes espíritus europeos. Los de clara visión y consecuente actuación contra las dictaduras totalitarias. La lista de nombres ilustres es bien conocida. Pero ¿quién de nosotros, en un plano más modesto, no ha asistido al mismo fenómeno? Hemos visto con estupor cómo son siempre los mismos -filósofos, divos de la televisión, periodistas, ensayistas, novelistas y hasta teólogos- quienes ocupan el primer plano en toda la inmensa red de los mass media.

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Ayer se burlaron de nosotros y nos incordiaron por nuestra pasión democrática, hoy se nos echan encima en cuanto pueden para dejarnos de nuevo y siempre fuera de juego. Al contemplar en la tele el pálido rostro de Havel que anunciaba su dimisión, como un elevado acto moral, más que conmoverme, y no era difícil, pensé que ahí no acabará todo.

es escritora y periodista italiana.

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