Sendero Luminoso y Ominoso
Un filósofo mesiánico e iluminado y un ingeniero populista y felón expresan hoy, trágicamente, la contradictoria sociedad política peruana. Dos polos opuestos -mitificación utópica y aventurerismo procaz- que, sin embargo, se unen y, en cierto modo, se necesitan: Abimael Guzmán, con su Sendero Luminoso, es un pretexto añadido para la aventura dictatorial de Fujimori; Alberto Fujimori, con su Sendero Ominoso, la relegitimación activista de Guzmán. Cara y cruz, pero aliados-enemigos objetivos: dos deformadas versiones del viejo amauta incaico, la exaltación de la desesperación o del cinismo.Los amautas son una constante en la historia social peruana. Amauta, en quechua, es sabio y guía, maestro y hombre providencial: el que siembra, el que enseña el camino recto, el buen sendero para alcanzar la felicidad. Ni la colonia ni la república criolla eliminaron esta institución simbólica y mágica. Así, Haya de la Torre, fundador y guía de la APRA, fue un amauta continental; González Prada y Mariátegui, amautas libertarlos y vanguardistas; Belaúnde, amauta del patriciado tradicional; Vargas Llosa, intelectual y político, en su ida y vuelta, un amauta de la debelación y de un intento de modernización. Y, siempre, en la distancia nostálgica, César Vallejo, amauta poético, peregrino y lúcido.
Abimael Guzmán, estudioso de Kant, andino profesor universitario de filosofía, ha convertido la paz perpetua kantiana en guerra anacrónica total, en un sincretismo incaico y maoista: amauta de la utopía de la liberación indígena, mediante la violencia. Radicalidad autóctona que excluye compromiso o transacción: iluminismo profético en donde el terror organizado constituye piedra angular inamovible. Aislamiento endogámico y férreo que hace revivir un mesianismo religioso ancestral. Guzmán reconstruye, así, un nuevo mito, en parte soreliano -que influyó también en Mariátegui-, en parte indígena y en parte maoísta de la banda radical. En un mundo que se dice desideologizado, en la historia como finitud, Abimael Guzmán mantiene y reactiva la ideología totalitaria como paradigma y, en gran medida, convierte su lucha en una, de las frondas interétnicas y fratricidas más crueles de nuestra contemporaneidad: iberoamericana: guerra total, sin neutrales; guerra desde lo absoluto.
El fenómeno Sendero Luminoso ha coadyuvado a la aparición del nuevo fenómeno Fujimori. No se trata de una causalidad mecánica o del resultado dialéctico de la agudización de contradicciones. El problema es más complejo. Fujimori, con su fascismo light, realiza gradualmente, y con astucia oriental, una labor de conjunción política y social: capitalizar, reno vándola, la vieja tradición del amauta, pero mistificándola. En este sentido, a diferencia de Guzmán, es un seudoamauta: un amauta de la simulación, un gran falsario y un gran pícaro. Por ello, Fujimori, samuray americanizado, disfrazado de amauta, convierte la ideología en simple estrategia y táctica. Populismo reaccionario y aventurerismo oportunista se unen y, por un azar, en donde algunos partidos tradicionales no son ajenos, inicia un nuevo sendero hacia este fascismo light o fascismo bucanero. El bucan Fujimori se convierte, así, en una caricatura de Fukuyama: entre nipones anda el juego. El error-APRA, apoyando inicialmente la candidatura de Fujimori (no ahora), consistió precisamente en esto: no haber percibido que su populismo no era un populismo democrático, sino el populismo de la simple aventura.
La sorprendente victoria de Fujimori frente a Vargas Llosa fue, ante todo, el triunfo de una protesta social, política y económica, muy generalizada; contra los partidos tradicionales, contra las instituciones del sistema, contra "los de siempre". La modernización que pretendía implantar Vargas Llosa era una modernización ilustrada, no populista. Más aún: antipopulista. Fujimori se autopromovió como símbolo del antisistema, capitalizando la frustración y la desesperación, la irracionalidad que produce estas situaciones y, en fin, el arbitrismo mágico. Cierta lógica de la razón dio paso a la mística del milagro. Las contradicciones de los grupos políticos dominantes favorecieron, como he apuntado, su inesperada victoria. Pero no se trata sólo de un populismo subyacente, que Fujimori manipula, sino también de objetivización de intereses concretos. Tengo la impresión de que amplios sectores sociales -empresarios, por ejemplo- que apoyaban a Vargas Llosa dudaron siempre de la viabilidad de su proyecto modernizador: la prueba es que, después del 18 brumario fujimorista, en abril de este año, cambian veloz y entusiásticamente de actitud: la lógica del mercado se impone. La oposición se transforma en colaboración.
Junto a este factor, la cuestión militar. Como en Argentina, y en otros países iberoamericanos, las Fuerzas Armadas peruanas son algo más que una institución del Estado. En cierta ocasión, en Buenos Aires, un general argentino me indicaba que el Ejército es anterior al Estado: fundador del mismo y, consecuentemente, garante de permanencia y funcionalidad. El habitual intervencionismo militar -golpes y contragolpes, frontales o solapados- se derivaría de esta atípica concepción doctrinal, no precisamente democrática. El talante autoritario de Fujimori, su fácil adaptación a las circunstancias -y presiones-, se adecua a los intereses de las Fuerzas Armadas. No sólo Fujimori es un aliado coyuntural de los militares, sino algo más: su testaferro. El antiparlamentarismo fujimorista encaja con la tradición militar, no toda, pero sí dominante. Y, más aún, con la doctrina, que parecía aparcada, de la "seguridad interna". El golpe anticonstitucional de Fujimori sería impensable sin la aquiescencia militar o de un sector cualificado. Sociedad civil, así, y sociedad militar vuelven a escindirse. Las Fuerzas Armadas designan, así, a Fujimori como vicario y le dan una opción y un cometido con límites precisos: "Déjanos a Sendero Luminoso y tú construye, si puedes, una dictadura civil para el desarrollo".
De esta manera, desde un populismo mistificador y con el soporte militar, Fujimori inicia su Sendero Ominoso: la llamada "reconstrucción nacional", base de un nuevo Estado. Leyendo algunos discursos suyos, especialmente los dirigidos a los militares, se perfilan líneas doctrinales, justificadoras del golpe, y sus objetivos estratégicos. No hay, sin duda, novedades
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ideológicas, sino tópicos conocidos, pero, con todo, se vislumbra un claro intento de institucionalización teórica y práctica. Ante todo, la insistencia en el anuncio del catastrofismo y de su culpabilización: Perú está ante un abismo, viene a decir Fujimori, por culpa directa de la clase política tradicional y de los partidos históricos. Clase política que es definida como simple "defensora de sus privilegios", desnacionalizada y corrupta: la partitocracia es el mal absoluto a extirpar. Posición antipartidos que se extiende al régimen parlamentario y, en definitiva, a la democracia pluralista y representativa. La diabolización de los políticos será el gran tema a explotar y será bien recibido por los militares y algunos sectores populares. La conclusión es obvia: si la clase política no ha sabido estructurar una democracia que produzca pacificación y desarrollo, es necesario levantar otra democracia ya sin partidos: a esto llama Fujimori, sin mucha originalidad, una "democracia real".
En cierta medida, Fujimori recuerda -salvando distancias y entorno- al proyecto del general Primo de Rivera: un ensayo de transición hacia formalizaciones más duras: de Primo a Franco. Hoy por hoy, en efecto, en Perú no hay dictadura total: hay una dictablanda, pero dentro de una sociedad civil desvertebrada. La escalada de Sendero Luminoso, que se acentuará, la desorientación de la oposición democrática, la crisis social y económica agudas, son factores que pueden deslizar este ensayo a algo más orgánicamente dictatorial: a un nuevo sistema. Una salida democrática exigirá muchas cosas, críticas y autocríticas: un diseño operativo de la oposición, que tenga credibilidad popular, la solidaridad continental, norteamericana y europea y, en fin, que los militares entiendan que Fujimori no es una solución, sino el obstáculo para la democratización, pacificación y desarrollo del país. La salida democrática pasa, en fin, por una normalización electoral, sin excluir ningún comicio, y por clausurar la excepcionalidad actual.
Raúl Morodo es catedrático de la Universidad Complutense y eurodiputado (CDS).
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