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El excéntrico visitante

Cuando escribo estas líneas, Fidel Castro acaba de abandonar España. En alguna emisora de radio han recordado aquello de "se va el caimán.... se va para Barranquilla". Ya todo sirve para todo. Lo que valía para designar la imposible marcha (de España o de este mundo) de Franco el eterno se aplica ahora también, entre risitas popperianas, al dirigente cubano. Habría que saber qué hacían esos reidores cuando nuestro caimán aún enseñaba bien las fauces: a lo mejor servirlo en alguna emisora sindical.El hecho es que, con su atuendo militar y su discurso antiamericano, Castro ha sido un excéntrico visitante, esto es, tan extravagante como fuera del centro, por utilizar las dos primeras acepciones de la palabra en el diccionario académico. Tan fuera del camino trazado por quienes hoy pueden hacerlo, tan descentrado, que en la Cumbre Iberoamericana de Madrid se han sentido en la obligación de recordarle que debe democratizarse, aunque nadie les ha recordado a algunos de los presentes que a los niños mendigos no se les puede asesinar o que los indios tienen al menos los, mismos derechos que el resto de los ciudadanos. Tan excéntrico ha resultado todo que nuestro político conservador por excelencia ha sido el gran anfitrión de Castro en Galicia. Las imágenes del invitado y de su anfitrión son un monumento a la excentricidad, aunque seguramente el político español ha buscado con ellas liberarse de lastre franquista. Pero tampoco se le puede negar que ha dado muestras de cierta amplitud de miras, de estar por encima de dogmatismos y visiones ideologizadas, que son, en definitiva, reveladoras de subsidiariedad política.

Cuando Castro llegó a España, tenía yo muy reciente la turbadora impresión que me había causado el libro de Reinaldo Arenas Antes que anochezca, uno de los. testimonios más estremecedores sobre la represión que he leído nunca en castellano. La tragedia de Arenas fue su condición homosexual, que nutrió una rebeldía incesante contra cuanto se opusiera a la libre realización de sus deseos. Hacer, pensar y escribir cuanto le venía en gana, éste fue su programa. Por él acabó enfrentándose al castrismo, que lo quiso envilecer procesándolo por corrupción de menores y no por disidente. La potencia narrativa de Arenas, la fuerza existencial que alienta detrás de cada palabra suya, hace del libro, más allá de algunas insolencias estilísticas excusables, o incluso gracias a ellas, un alegato contra el autoritarismo verdaderamente conmovedor. Esto último es, consecuencia directa del artista que era Arenas, quien en verdad no descubre nada rigurosamente nuevo sobre la realidad cubana. Desde la época del caso Padilla todos sabíamos que, como en la Rusia estalinista, el conservadurismo más rígido comenzaba a regir en Cuba en materia de costumbres. Arenas no deja de anotar la libertad de los prohombres del partido para sus aventuras y, en contraste, la vigilancia a que eran sometidas sus esposas. El castrismo ha recibido pocos ataques tan profundos como éste.

No lo olvidaba yo viendo las imágenes impresas y televisivas del líder en su visita. Pero tampoco podía olvidar las que había contemplado pocos meses atrás durante una rápida visita a Bogotá, donde los gamines durmiendo en las cunetas o en las ventanas de los bancos eran un poco el emblema de la atroz miseria en que allí viven -es un decir- dos tercios de la población; un emblema que obliga a no descalificar sin más al castrismo, aun teniendo absoluta consciencia de sus graves limitaciones. Esta perspectiva, que seguramente es necesario vivir y elaborar, en directo, valga la expresión, resulta de ineludible consideración a la hora de lanzar anatemas o juicios contundentes sobre el régimen cubano, e induce, como mínimo, a la sonrisa cuando algunos, incluso a veces con buena intención, se atreven a proponer fórmulas liberales para sociedad así, donde el Estado casi no existe, o está corrupto, y donde los desvalidos y miserables carecen de cualquier clase de derechos. Como si la corrupción de la burocracia se zanjara dejándolo todo en manos de los particulares y no acabando con ella mediante la creación de otros órdenes administrativos. Como si cobrar impuestos a quienes pueden pagarlos y crear escuelas- y hospitales fuera un invento diabólico, cuando lo verdaderamente diabólico es la expatriación de capitales.

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Los objetores más inteligentes del castrismo le reconocen algunos logros en educación y sanidad. No es poco cuando en mi llegada a la ahora rebautizada Santa Fe de Bogotá la señal más insistente sobre el lugar donde me encontraba la emitían esos adolescentes de delgados cuerpos tendidos en las cunetas. Esta misma realidad se observa, claro es, e incluso acrecida, multiplicada, en otros países de América Latina. Pero es curioso: contra los Gobiernos de estos otros países no hubo nunca cerco alguno; antes al contrario, hasta menudearon los plácemes cuando los sables y las pistolas y los potros de tortura se convirtieron en algunos de ellos en la norma legal. Esas dictaduras contaron con aquiescencias y fervores que tiraron por la borda sin demasiados problemas los siempre enojosos escrúpulos democráticos. Fueron un mal negocio. Por eso las quitaron, aunque los dispendios y latrocinios de entonces se han convertido en un dogal para esos países, sin que naturalmente los economistas del FMI et alii hayan movido un músculo y prosigan ternes exigiendo el imposible pago de la deuda.

Sobra hipocresía o sobra miedo (o ingenuidad) en el tratamiento del tema cubano. Pero conviene reflexionar sobre él sin simplismos y sin continuados golpes de pecho democráticos. Uno de los asistentes a la reciente cumbre no ha sido elegido, que yo sepa, como presidente por nadie y juró su cargó en una base norteamericana, después de que, para echar del poder a un impresentable, la gran potencia democrática bombardeara la capital de esa nación y se llevara por delante a 2.000 civiles, olvidada ya de los muchos años en que tuvo en nómina al impresentable de marras. ¿Tiene o no ese señor que democratizarse?

Reinaldo Arenas principia y termina su libro maldiciendo a Castro. Le asistían todas las razones existenciales para hacerlo. Supongo además que, en uso de sus legítimos derechos de escritor, manipuló datos o los combiné como mejor le convino. No importa: la verdad de este libro es poética, es verdad de raíz, es verdad. primigenia, y contra eso poco pueden las anécdotas y los hechos menores. Calificarlo de calumnia sería una trivialidad. Pero las razones del creador y de su criatura, ya inseparables para siempre, no pueden confundirse con el bloqueo inmisericorde que identifica a un pueblo entero con un régimen político. Tampoco están para sumarlas a las reivindicaciones del orden prerrevolucionario, ni para cantar la reinserción de Cuba en un aflictivo conjunto de sumisiones e injusticias.

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