España y el uso del pasado
El historiador alemán Michael Sturmer ha escrito que "la nación que gobierne su pasado controlará el futuro". Todos los países, naciones, o Estados, necesitan disponer de un pasado utilizable, sobre el que construir los imaginarios colectivos, los mitos de sí mismos en los que se asienta la percepción de la propia identidad. Y en momentos como los actuales, en los que el atlas se nos ha declarado en rebeldía, es especialmente relevante lo que diferentes Estados y pueblos europeos sepan, quieran o puedan hacer con ese particular repujado del tiempo que ya ha sido.El Reino Unido es la gran demostración secular de cómo se comercializa el pasado. Durante la mayor parte de los últimos dos siglos, que datan de. la creación del segundo imperio, tras la independencia de Estados Unidos, las islas Británicas han sabido imponer una visión de sí mismas de una gran profesionalidad. Es extraordinario comprobar que hoy, a tantos de tantos del siglo XX, se recuerda mejor la expulsión de los judíos de España en 1492, acontecimiento en el que el derramamiento de sangre fue comparativamente modesto, que el intercambio de poblaciones entre India y Pakistán en 1947, tras el abandono de las responsabilidades imperiales en el subcontinente, donde hubo un par de millones de muertos. Londres ha sabido durante ese tiempo acreditar una versión de su pasado, apenas pagando un precio anecdótico por ello, como es el de su feliz bautismo como la pérfida Albión.
Estados Unidos, sucesor en bloque de sus antepasados británicos, se ha apropiado en fecha más reciente de la denominación de origen de la democracia moderna, aunque en los años sesenta del siglo pasado aún fuera legal la esclavitud al sur de la línea Mason-Dixon, y sólo hace poco más de 30 años los negros viajaran en la parte trasera del autobús.
Francia, en declive vertical como gran potencia desde la I Guerra, ha tenido que reinventarse a sí misma, no sin ingenio, como la síntesis de todos los mundos posibles del Occidente fáustico, como la grande nation que lo digiere todo, y cuya verdadera grandeur reside en descubrir y albergar a los genios de los demás. Lástima que Vichy no sea tan manejable.
Alemania, aquejada del pasado más fragoroso, del último siglo, es probablemente ahora, tras la desaparición del imperio soviético y el gran remate mundial de su unificación, la que puede acometer con mejores bazas la fase terminal de su auto-ingeniería histórica, en la que laboriosos relativizadores del nazismo, como los Nolte, Hillgruber, o el propio Sturmer, tendrán ya poco que temer de los Wehler o Habermas, por citar sólo a algunos de los de antes del muro.
El mismo fracaso universal de Mijaíl Gorbachov se explica, en último término, por la imposibilidad de expropiar en favor de un comunismo con rostro humano el pasado de la Unión Soviética. Tras una azarosa marcha atrás en la que, por momentos; se creyó encontrar el punto de reposo en Bujarin, los sóviets, nunca Trotski, y, ya en el colmo de lo sobrenatural, en la NEP de Lenin, quedó claro que nada de todo ello servía para hacer parada y fonda. Así comenzó el fin del experimento gorbachoviano y, según dicen, de la historia.
Es evidente, a todo esto, que España no figura entre los países mejor surtidos de pasado, si bien no por falta de cantidad, intensidad, ni diversidad de encarnaciones.
Basta con ver la incomodidad y confusión en la que se mueven nuestros gobernantes a la hora de decidir si la conquista, evangelización y expolio de los indios americanos fue descubrimiento del salvaje o encuentro de dos culturas. Y de ello se derivan importantes cuestiones tales como establecer si De las Casas vale o no la remisión de nuestros pecados al coste, por lo menos, de invocar su nombre de cuando en cuando; si ello nos permite, al mismo tiempo, seguir pensando que Cortés era un gran líder posrenacentista, aunque de cintarazo y mandoble fácil; si el condeduque tenía motivos fundados para hallarse molesto con los catalanes, o, más bien, le dolía España al ver que los franceses nos ganaban por la mano porque su reino marchaba hacia una auténtica unificación en vez de sufrir, como nosotros, una montonera de naciones; si lo malo de Felipe V fue tan sólo que la centralización nunca lograra su objetivo, o que, por el contrario, la Nueva Planta resultaba intrínsecamente. perversa. La verdad, seguramente, se halla en la síntesis de todas esas posibilidades.
En los años que llevamos de democracia no se ha empezado siquiera a tratar de reocupar como ideología civil el territorio de nuestra historia. Si España ha de cambiar de naturaleza, si es que está ya cambiando para convertirse en una nación de naciones, parece claro que no es que, simplemente, tras varios siglos de integración por una vía un tanto abrupta, se esté eligiendo ahora otra que deja sueltos los miembros en lugar de atenazarlos, por un mero capricho de la historia, sino que es así tras una larga serie de fracasos o insuficiencias que van desde la unificación de 1492 hasta el general- Franco. Esa nueva fórmula de integración encuentra, por añadidura, sus raíces, aunque nunca en clave vencedora, en la propia historia de España, y eso es lo que, eventualmente, debería darle su fuerza. Es una fórmula española la que ahora se trata de consolidar, y no la belga o la suiza.
La historia de nuestro país es una gran finca a reparcelar, lo que sin duda hacen ya los historiadores como mejor les place, pero si no hay una nueva visión de España que se transmita a los libros de texto de la enseñanza pública -eso que sabía hacer tan bien la III República francesa-, la batalla del Estado se habrá perdido, sobre todo porque otros se ocupan ya con la mayor diligencia de recorrer ese camino. Mientras el Estado español ocia, su representante en Cataluña, la Generalitat, trabaja sin descanso en definir el pasado.
Como la estrategia del presidente Pujol no es de enfrentamiento directo sino de esgrima de salón con el poder central, su ataque sobre la historia es tan científico como democráticamente irreprochable. De lo que se trata no es tanto de reescribir una historia de Cataluña en España, como de hacer un vaciado de la España alrededor, dejando a solas Cataluña con su historia. Una muestra reveladora de todo ello es el asunto de la publicidad de Barcelona y los Juegos aparecida en la mejor prensa europea. El mensaje es legítimo e intachable. El anuncio se pregunta ¿dónde está Barcelona?, con la ciudad representada sólo como un punto en una superficie en blanco, para responder en la página siguiente: "En Cataluña, por, supuesto", cuyos límites sí aparecen ahora claramente delimitados en un mapa mudo de Europa. El texto informa, además, con glacial precisión, de que Cataluña es un país que está en España, pero que tiene su lengua e identidad propias, todo lo que es, nuevamente, exacto. El mapa, sin embargo, responde a esa idea de vaciado del entorno, puesto que en él no hay delimitación ni identificación de España, y lo que resalta con más fuerza es que Cataluña se halla en Europa, lo que sigue siendo igual de indiscutible.
El desinterés progresivo hacia el estudio de la historia de España en las instituciones de enseñanza del Estado en Cataluña sirve, igualmente, a esa intención. La toma del pasado por parte de las autoridades catalanas no busca el choque sino la instalación en la distancia; y, por ello, no se forja la historia que cabría deducir linealmente del hecho de que el himno catalán, Els segadors, sea una expresión de rebeldía nacional contra el intento de centralización que promovió Olivares, pero sí, en cambio, se trabaja partiendo del dibujo de unas paralelas, en el que la línea Cataluña únicamente se encuentra, incluso en lo infinito, consigo misma.
Todo ello no es reprobable ni meritorio. Es una visión de lo que uno quiere ser, carrera en la que el resto de España aún no ha tomado la salida, cuando la Cataluña en versión Pujol tiene las ideas perfectamente claras. Pero lo que aquí importa es que, a fines del siglo XX, España tiene una magnífica oportunidad de hacerse una nueva indumentaria histórica con la que guiar el presente y controlar el futuro; de formular un inteligente balance de lo que, por ejemplo, significa América para todos nosotros, con la debida compunción pero sin arrastrarnos perdidos de ceniza; de replantear una línea federal o federalizante, que ha existido siempre, no sólo en Cataluña, con la que proveemos de un pasado presentable sin negar por ello la Inquisición, Menéndez y Pelayo -que, por lo menos, era un sabio-, el pacto cerealícola-algodonero, el Tercio Nuestra Señora de Montserrat, el fusilamiento de Carrasco i Formiguera, y el hable la lengua del imperio.
Lo que no se puede hacer es regalar el pasado a los demás. Que se lo quedan.
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