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No te mueras, torito bravo

Domínguez / Rosa, Higares, Sánchez

Cuatro novillos de María Luisa Domínguez Pérez de Vargas (uno fue rechazado en el reconocimiento; 6º devuelto por renqueante), dos chicos y dos cuajados; bravos y nobles. 2º de Salvador Guardiola, terciado, manejable; 6º sobrero de Jiménez Pasquau, con trapío, encastado.

Ángel de la Rosa: pinchazo hondo tendido caído y estocada (palmas y también algunos pitos cuando saluda); cinco pinchazos -aviso-, pinchazo y estocada (palmas y pitos). Óscar Higares: pinchazo, estocada atravesadísima que asoma por el costillar y estocada ladeada (silencio); pinchazo y estocada corta encunándose de la que sale arrolado (silencio). José Ignacio Sánchez: pinchazo, otro hondo, estocada corta caída -aviso- y descabello (vuelta por su cuenta); estocada corta y rueda de peones (aplausos y saludos). Plaza de Valencia, 20 de julio. Tercera corrida de feria.

Media entrada.

Salió una novillada de maravillosa casta brava y fue un gozo verla. Ya van dos días de toros con sangre brava, dos días de guardiolas encastados, y estos excesos se pagan. Ya vendrán las tardes insoportables de borregos, para compensar. Pero eso será otro día. De momento, ahí está el recuerdo de los guardiolitas bravos, que no paraban de embestir a todo aquello que les citara, que recargaban y hasta se atrevían a romanear en varas, y que luego, estoqueados por arriba (o por abajo: se dieron casos), no querían morirse. Ni nadie quería que se murieran."No te mueras, torito bravo", era un deseo ferviente, una petición honda, que salía del fondo de los corazones. Uno se enamoró de un guardiolita al que bautizó el mayoral con el curioso nombre de Uvero. A lo mejor fue porque le gustaban las uvas, y se iba a la viña a comérselas, espantando sin querer a los pobres vendimiadores. Este torito se arrancaba de largo a los caballos y en el primer encuentro el picador le pegó tal varazo que de poco le funde las entrañas. Cien cariocas, cuatrocientas vueltas en derredor empleó el picador para taladrarle el cuerpecillo enjuto a ese torito bravo. Jamás había visto éste seguro servidor enamoradizo, puyazo tan salvaje, tan volteado y tan carioco.

Pero la brutalidad ecuestre: no amilanó al guardiolita, que se revolvía, y tomó otra vara, metiendo los riñones, y tornó a revolverse, y de ahí en adelante no paró de embestir. El debutante José Ignacio Sánchez lo muleteó con gusto, instrumentó naturales de excelente corte, estoqueó como pudo, y el torito bravo no se quería morir por nada del mundo.

Tampoco se querían morir los demás, el primero menos, que ninguno. Hundida la espada hasta la bola, aguantó en el tercio apalancado en sus cuatro pezuñitas, acentuaba su mirada, fiera y cuanto más la acentuaba, más se le iba la vida. Cuando murió aún no había caído y un instante después rodaba patas arriba. A ese novillo de casta, noble lo toreó Ángel de la Rosa, sin orden ni concierto. Orden y, concierto es lo que les faltaba a los novilleros. Alguien debería explicarles que torear es algo muy distinto a esos "¡tócale!", "¡pónsela", que les gritan continuamente los banderilleros. Pepe Luis Vázquez decía que las faenas deben ser macizás; en definitiva, no pegar pases sino aplicar las suertes que la condición del toro demande en cada momento, ligarlas y construir un todo macizo y coherente que, como quería la dramaturgia clásica, tenga planteamiento, nudo y desenlace.

Inconexo y sin ideas toreó Ángel de la Rosa, y Óscar Higares también; o aún peor, porque se le vio frío, deslavazado y huero de arte. Entusiasmaba al público con las largas cambiadas de rodillas y luego lo conducía hasta el aburrimiento. Al sexto -que ya no era Guardiola- le instrumentó muchos naturales José Ignacio Sánchez (bendito sea por torear al natural) y algunos le salieron bien.

Las carencias de los novilleros no importaron demasiado: les falta experiencia; ya aprenderán. La afición salió contenta, los toritos bravos la habían enamorado y, si por ella fuera, los habría indultado a todos. Y, además, en la calle seguía la fiesta. Cerca de allí, en la plaza del Ayuntamiento, iba a llegar la antorcha olímpica, y un gentío la aguardaba.

Pero antes desfilaron Moros y Cristianos: brioso redoblar de tambores en la gran marcha, mientras los moros y los cristianos, en filá prieta -no cabe duda que macizá-, avanzaban a paso solemne haciendo exhibición de su arrogancia. Espingardas al hombro unos, chafarotes al puño otros, el cabo blandiendo el alfanje y acercándose al público para fanfarronear con un puro en la boca. Dichosa tierra de alegría y dichosas gentes que disfrutan con los toros bravos, y con las tracas, y con el tinglado de la antigua farsa, y con la música, y con todo lo que tenga color y vida, y no se cansa de ser feliz.

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