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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Talento caníbal

The black rider

Dirección y escenografía: Robert Wilson. Música: Tom Waits. Textos: Willlam S. Burroughs. Interpretación: Thalla Theater de Hamburgo. Teatro Central. Sevilla, 8 de julio.

Un espectador -como es éste- desprevenido, que no había participado nunca en uno de los espectáculos del escenógrafo y director escénico texano Robert Wilson y que conocía su obra de oídas (lo que no es manera de conocer teatro, y menos como éste: pura visión) se explica viendo The black rider su celebridad, tanto en lo que tiene de sanción a la singularidad de su estilo como por otra causa más fea: que esa singularidad se alimenta de los otros elementos que componen el espectáculo, a los que este hombre, esponja y caníbal, devora, absorbe y supedita.Y así, en The black rider, la leyenda romántica de El cazador furtivo, que Weber convirtió en ópera después de que August Apel la rescatara en 18 10 de un libraco gótico, probablemente de los que a principios del siglo XVIII se leían debajo de la cama, y que relata unas abominables y divertidas Conversaciones en el reino de los fantasmas, se convierte en simple pretexto para que Wilson derroche sus habilidades y nos deslumbre.Está bien que así sea, pero que haga secundarla a la palabra de William Burroughs -que no se sabe, salvo por lo rentable de la presencia de su nombre en el cartel, qué hace en él-; a las tradiciones del kabaret; al genio de la imagen expresionista del cine fundacional alemán y a los buenos intérpretes del Thalía, a quienes convierte en fantoches, a la manera de un mal sueño de Gordon Craig, es de calidad y moralidad escénica más dudosas.Genio visualLa música inesperadamente muy teatral de Tom Waits es el único elemento de los que se entrelazan en The black rider que se escapa, y mantiene su identidad, de la avidez de imán de la imaginación visual de Wilson, que arrastra hacia su molino a todo lo que se le pone al alcance de la mano, de manera que convierte, con facilidad casi inexplicable, a un espectáculo en el que intervienen varias decenas de personas competentes en su oficio, en obra unipersonal, en una exhibición de las facultades propias y trituradora de las ajenas.Wilson tiene genio como escenógrafo. Sus espacios están vivos, son bonitos, a veces profundos y fáciles de penetrar, pues abren rutas imaginarias, y pese a que tienen dentro truquerías, no caen en la aberración del armatoste, esa conversión en dueño totémico de la representación de lo que sólo es la concavidad donde se mueven los intérpretes. Wilson, como creador de interrelaciones de ideas y pasiones, es de rango inferior al creador de interrelaciones plásticas. Emplea Wilson el gag físico con maestría -el comienzo del segundo acto es una prodigiosa miniatura cómica- pero el conjunto, pese a estar bien engrasado (procede de 1990), padece arritmias y crece despacio. Sólo al final se dispara hacia imágenes que se miran y admiran, pero en las que no se acaba de entrar y se queda uno fuera, pues en teatro la luz y los volúmenes no pueden ocupar el lugar sagrado de los oficiantes de carne y hueso, que son los últimos monos de esta compañía.

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