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Los maestros del tiempo

Antonio Muñoz Molina

El martes 30 de junio, a la una y cincuenta y nueve minutos y cincuenta y nueve segundo de la madrugada, el tiempo avanzó bruscamente un segundo de más y fueron las dos en punto cuando en los relojes de más perversa exactitud aún eran la una y cincuenta y nueve. Sin que casi nadie lo supiera -únicamente lo sabían doscientos cincuenta hombres en todo el mundo-, el tiempo sufrió un temblor brevísimo, en el que, sin embargo, cabía el latido de un corazón, y fue entonces como si dos latidos se superpusieran, o como si la aguja de un reloj diera uno de esos saltos en los que el ojo percibe excepcionalmente el movimiento del minutero: desde la una y cincuenta y nueve del 30 de junio el tiempo tiene un segundo más, lo cual es casi como decir que se ha agregado una gota de lluvia al océano Atlántico, o un grano de arena al desierto de Gobi, si no fuera porque las sabidurías de los científicos han trastornado la idea arcaica de lo innumerable y de lo infinito en la que se educó nuestra imaginación. Pocos misterios abruman más la vida que el de la interminable sucesión de los números. En nuestra infancia temerosa y católica nos decían que quien lograse contar todas las estrellas del cielo en una noche de verano caería muerto. A Abraham, en el Génesis, Jehová le auguré una descendencia tan limitada como las arenas del mar: ahora habrá sin duda una computadora que pueda calcular ese numero sin error, del mismo modo que hay relojes atómicos que miden el tiempo con una desviación de un segundo cada trescientos mil años.A los científicos dedicados a esta disciplina que roza con la metafísica y seguramente también con la locura he sabido hoy que les llaman los maestros del tiempo. Su número, doscientos cincuenta, y su dispersión por los laboratorios más enigmáticos del mundo les da un aire de comunidad cabalística, y los relojes que inventan y usan están hechos de materiales cuyos nombres tienen algo de la poesía de la alquimia: el cesio, que es un metal semilíquido; el máser de hidrógeno, el trapecio de mercurio. Uno se pregunta, con admiración, con temor, a qué máquinas se parecerán esos relojes, qué será o cómo será un máser de hidrógeno, un trapecio de mercurio, qué sentirán las yemas de los dedos al tocar una gota de cesio. Uno medía el tiempo con la luna llena y numerada de los relojes de las estaciones y de las torres de las plazas, y en las noches de insomnio lo ha oído golpear en los relojes de pared como un puño que llamara solemnemente a un puerta, y ahora resulta que esas medidas no sirven, que el tiempo se escapa de ellas y miente su duración con la misma arbitrariedad que el sufrimiento o la dicha. El día no tiene veinticuatro horas, sino una media, dicen los maestros del tiempo, de ochenta y cuatro mil seiscientos segundos, y el retraso o la pérdida de cualquiera de ellos, que sólo esos doscientos cincuenta sabios son capaces de advertir, puede significar una catástrofe, el extravío en los últimos Pocos del universo de las naves exploradoras que realizan viajes astrales.

Sólo con un reloj de cesio, con un máser de hidrógeno o un trapecio de mercurio sería posible calcular de verdad la pérdida cotidiana del tiempo, no de las vanas horas del aburrimiento y de los días y los años de esclavitud o de claudicación, sino cada segundo y cada décima de segundo en los que se pierde y se desperdicia la vida, de cada latido y cada golpe de respiración tan preciosos como una gota de agua para la lengua sedienta. Pedro Salinas dice en un poema que los amantes clandestinos no viven en las horas y en los minutos de los otros, sino en las fracciones de eternidad fugaz que hay en la raya entre dos minutos, en la vibración de la aguja que avanza un segundo. Lo que de verdad perciben y miden los maestros del tiempo no es la abrumadora rotación de la Tierra, sino una cosa tan íntima que apenas puede nombrarse, un milagro que se nos va la vida en apresar o en conjurar la duración interminable a cada segundo de una espera, la huida de cada instante de plenitud, la avaricia con que apura el tiempo y el aire un amante que teme la separación, un insomne que oye en la almohada los latidos de su sangre, un enfermo honrado matemáticamente por cada segundo de dolor.

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