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De la pobreza y la violencia urbanas

Antes de marcharme de Madrid, a mediados de abril, les dije a los redactores jefe de EL PAÍS que a mediados de mayo les enviaría un artículo acerca de la pobreza en Estados Unidos. Poco podía yo imaginar entonces que, dos semanas después, la absolución de los policías de Los Ángeles que habían sido juzgados por su brutal paliza a Rodney King encendería protestas contra el racismo y la pobreza por toda la nación.El sorprendente veredicto, al que siguieron tanto protestas organizadas y disciplinadas por todo el país como motines, incendiosyrovocados y saqueos en Los Angeles y otras ciudades importantes, dramatizó tres grandes temas de la Norteamérica contemporánea: 1) la constante relegación de la población negra a una ciudadanía de tercera clase (los blancos pobres y los hispanos ostentan una ciudadanía de segunda clase); 2) el aumento de la pobreza entre todos los sectores étnicos de la población durante los años ochenta, y 3) la cada vez mayor falta de preocupación mutua, de solidaridad, de responsabilidad moral generalizada entre los norteamericano prósperos y educados.

Con respecto al primer punto, numerosos estudios de la década pasada han mostrado que el número de negros que viven por debajo del umbral oficial de pobreza ha aumentado en alrededor de un 70% desde 1970. Los autores del informe Kerner, encargado a raíz de los disturbios urbanos de 1966 y 1967, consideraron desastroso en aquella época que los negros tuvieran que gastar el 25% de sus ingresos en vivienda. En los últimos dos o tres años han tenido que gastar algo así como un 50% en vivienda. Los negros, varones constituyen el 6% de la población total de Estados Unidos y el 47% del total de la población de las cárceles. Y la gran mayoría de familias negras que están por debajo del umbral de pobreza no cuenta con varones adultos que compartan las responsabilidades económicas o relacionadas con la educación de los hijos.

Con respecto a la creciente pobreza generalizada, encuestas económicas recientemente publicadas sobre los años ochenta indican que el 60% dela nueva riqueza generada durante la presidencia de Reagan y Bush ha recaído en un 1% de la población. Reagan, como parte de su política de restituir las responsabilidades sociales de un Gobierno federal hinchado a las autoridades locales, redujo drásticamente los pagos federales a los Estados y las ciudades, cuyos Gobiernos, a su vez, no han podido aumentar suficientemente sus propias recaudaciones tributarlas, con lo que la mayoría de los programas estatales y municipales de ayuda a los pobres se han visto constantemente recortados. El resentimiento de la clase media contra los impuestos ha hecho popular la política de ReaganBush entre aquellos que realmente votan en elecciones nacionales, y en la práctica ha impedido que los Estados y las ciudades aumenten los impuestos. Además, el uso de drogas y armas letales se ha extendido ampliamente, y es inevitable que absorba más dinero del que circula por las ciudades de lo que lo hacía en la década de los sesenta. Y el terrible azote del sida no existía aún en la época de los disturbios de Watts y el informe Kerner.

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Con respecto a la insensibilidad moral, creo que el problema empieza con el hecho de que los norteamericanos, como los mayores exponentes ideológizos de la economía de mercado, admiran la riqueza, sin importarles cómo se haya adquirido. El éxito en la lucha económica competitiva individual es en sí mismo una virtud moral, y se antepone a todas las demás, con independencia de la retórica que se utilice para suavizar las imágenes de la economía de mercado. No importa lo que uno venda con tal de que saque un beneficio y satisfaga al cliente. El fracaso del comunismo, los déficit acumulados de los Estados de bienestar democráticos y el relativo éxito en Norteamérica de los inmigrantes tanto asiáticos como europeos, todo ello fomenta la sensación de autojustificación por parte de los norteamericanos prósperos que han aprobado la política Fiscal que ha favorecido a la clase media empresarial a expensas tanto de los trabajadores asalariados como de los pobres.

Es instructivo analizar las verdaderas creencias de un presidente que procede de la clase alta consolidada y que se consi dera a sí mismo un hombre de principios, moralidad y compasión. El presidente Bush cree en la libre empresa (lo menos con trolada posible por consideraciones económicas o ecológicas), en Dios, en la bandera norteamericana y en la familia. El creer en la libre empresa le lleva a reducir allí donde sea posible cualquier gasto federal destinado a los pobres, quienes, por ser pobres, han demostrado que son menos competentes en el mundo de la libre empresa. Su creencia en Dios y en la ban dera no tiene consecuencias prácticas al margen de acentuar su autosatisfacción. Su creencia en la familia es una creencia en la clase media de todos los grupos étnicos, emprendedora, casada legalmente, contraria al aborto y que va a la iglesia, pero es una creencia que resulta sencillamente irrelevante para la vida real de la mayoría de los pobres, tanto de aquellos que trabajan como de los que están en el paro. También es instructivo analizar el razonamiento de los miembros del jurado que absolvió a los policías de Los Ángeles. No eran en absoluto personas ricas ni poderosas, pero residían en una pequeña ciudad de mayoría blanca, con todos los prejuicios y temores propios de esas comunidades. Todos menos uno (una mujer hispana) estaban dispuestos a absolver a tres de los cuatro oficiales casi desde el inicio de sus deliberaciones. No veían a la víctima de la paliza como una víctima, sino como a un peligroso hombre negro que no paraba de intentar levantarse del suelo, por lo que fue necesario golpearle repetidamente hasta que por fin decidió poner las manos detrás de la cabeza en señal de rendición. El estereotipo del fuerte hombre negro que no es de fiar los insensibilizó por completo ante el verdadero espectáculo en vídeo de los repetidos golpes innecesarios asestados a un hombre desarmado tirado en el suelo. (Aunque de vez en cuando intentaba ponerse de rodillas).

En lo que respecta a los amotinados y saqueadores, entre los que fueron entrevistados había tanto pobres del interior de las ciudades como estudiantes negros de Berkeley. El denominador común de sus justificaciones era que el sistema es inherente y sistemáticamente injusto con los negros, y que la única manera de llamar la atención sobre el racismo y la pobreza es amotinarse y saquear. Sus acciones lograron llamar la atención, a la vez que fortalecieron los estereotipos blancos acerca de la violencia negra.

Por consiguiente, los negros se ven a sí mismos como víctimas que no le deben ninguna lealtad al sistema. El presidente y toda la satisfecha clase media Reagan-Bush dicen: "No soy el guardián de mi hermano", y no pagaré impuestos para subvencionar la asistencia sanitaria, la educación y las oportunidades laborales de las familias de los hermanos no emprendedores. Además, hay que restablecer firmemente la ley y el orden antes de proceder a considerar cualquier reforma. La absoluta falta de compasión y solidaridad, a excepción de pequeñas minorías ultraliberales, es el aspecto más oscuro de todo el problema.

Gabriel Jackson es historiador.

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