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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Olímpica deslealtad

EL RECORRIDO de la antorcha olímpica por Cataluña -que desde ayer prosigue en otras comunidades autónomas- ha demostrado algo que se esperaba y encaja plenamente con el entusiamo ciudadano con que en 1986 fue acogida la designación de Barcelona como sede de los Juegos Olímpicos: el pueblo catalán vibra con los Juegos, quiere participar en ellos, está orgulloso de acogerlos y desea arroparlos y ofrecerlos a todos. Lo ha hecho durante estos días, y todo el que se identifique con el espíritu de paz y universalidad olímpicas debe felicitarse por ello.La vibración popular ha compensado ampliamente algunas limitaciones localistas en la simbología que acompaña a la antorcha desde su desembarco en Empúries, y ha desbordado estrepitosamente un burdo intento de manipulación política del hecho olímpico. Un sector del nacionalismo catalán ha desarrollado una sistemática siembra de pancartas y banderas independentistas con el objetivo de identificar el entusiasmo olímpico y el lógico orgullo del despliegue de la senyera con manifestaciones reivindicativas de una ensoñación disgregadora e insolidaria con el conjunto de España.

La radical Esquerra Republicana se ha distanciado de esta tentativa de apropiación indebida, que resulta, sin embargo, incómoda porque algunos de sus protagonistas no son meramente grupos testimoniales. La campaña tiene un lema de doble lectura, que en la práctica se reduce a una sola, la negación de la solidaridad de los pueblos de España; su texto reza: "Freedom for Catalonia". ¡Así, ridículamente en inglés! Y está encabezada por una asociación controlada por militantes de Convergència Democràtica.

Se reproduce, pues, el consabido contraste entre las posturas oficial e institucionalmente sostenidas por los gobernantes nacionalistas y la actuación práctica de algunas de sus gentes. El propio presidente de la Generalitat firmó un sensato pacto olímpico con el alcalde de Barcelona, Pasqual Maragall, por el que se encomiaba el uso de los símbolos catalanes, pero también el respeto de los símbolos comunes de todos los españoles.

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Quienes alimentan esta campaña tratan de negar el supuesto básico del actual ordenamiento constitucional español: que en España existe un régimen de libertades, tanto individuales como colectivas. Y que una cosa es reivindicar mayores cotas de autonomía, discutir regímenes competenciales o fórmulas de financiación, y otra muy distinta es cuestionar el sistema, con especial habilidad para suscitar la curiosidad de televisiones propias y de periodistas llegados de todos los rincones del mundo al socaire de un evento cívico y deportivo.

Estas deslealtades políticas acarrean otras: las olímpicas. El espíritu olímpico consiste sobre todo, por encima de su comercialización y su trivialización, en una apuesta de paz y hermanamiento entre hombres y pueblos. Las gentes se han identificado con esta idea en las calles y carreteras- de Cataluña, y las tentativas de apropiación partidista, en cicatera demostración de falta de generosidad y pocas luces, serán quizá ruidosas, pero están condenadas al fracaso. El pueblo catalán no está por esa labor, y así lo sabrán comprender los ciudadanos de toda España.

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