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La fractura

Antonio Elorza

La huelga debe conservar aún algo de su valor mítico del pasado cuando las referencias a ella desde medios patronales, desde el amplio espectro de medios patronales de nuestro país, tiende a hacerse de forma indirecta. Así, las crónicas televisivas del 28 de mayo no hablaban de huelga, sino de normalidad, como si la normalidad de la vida cotidiana consistiese en las fábricas paradas, los autobuses vacíos y los cierres de los comercios echados. En sentido contrario, tal vocabulario sugiere que lo propio de toda huelga general es la perturbación grave de la vida social, cuando no el contenido insurreccional, la asonada a que se refiriera en el 88 un hombre del Gobierno, y la verdadera noticia consiste en que el paro tuvo lugar en un cuadro dominante de comportamientos pacíficos. Claro que a renglón seguido se pasaba a dar noticia de los momentos de tensión y violencia que pudieron acompañar a la acción de los piquetes, o a la benéfica labor de defensa del orden de las fuerzas del Ministerio del Interior. Normalidad es, pues, tendencia al desorden de los bajos estratos de la sociedad, afortunadamente contenida por unos implacables efectivos antidisturbios. La estampa emblemática sería la de El Corte Inglés de la calle de Preciados, con un interior semivacío, los servicios de seguridad propios apostados en las puertas, y por si las docenas de revoltosos sindicalistas se propasaban, una barrera frontal de hombres de Harrelson ministeriales defendiendo ese derecho a la libertad de trabajo en caso de huelga, que al parecer es el artículo primero de nuestra Constitución.Un aspecto destacado en los prolegómenos y en el desarrollo de la última huelga general ha sido efectivamente la manipulación del texto constitucional por el Gobierno González. No es extraño que, como consecuencia de ello, el verdadero protagonista de la jornada haya sido una ocupación policial del espacio urbano que a muchos nos hacía sentimos 20 años más jóvenes, con los coches patrulla dando noticia de los movimientos de sospechosos, el seguimiento y cerco de los piquetes y, llegado el caso, la actuación contundente para disolver a los partidarios de la huelga. Por supuesto, el artículo de la Constitución que declara el derecho a la huelga debió servir únicamente a modo de prólogo de esa curiosa interpretación que convierte el artículo 35, el derecho al trabajo como garantía frente al desempleo, en fundamento para la protección estatal de los posibles esquiroles. No se tienen noticias, en cambio, de la intervención para evitar las otras coacciones; aludimos a las amenazas que muchos trabajadores con contrato temporal pudieron sufrir de sus empleadores o a la presión que en otros tantos lugares representó la convergencia de los servicios de seguridad patronales con la decisión empresarial de abrir en pequeñas y medianas empresas. Estas violaciones de la Constitución no interesan en el Ministerio del Interior ni en Presidencia del Gobierno.

Quizá este alineamiento espectacular del poder político con el económico haya sido el fruto más significativo de la huelga, más allá de su alcance efectivo, nada corto dadas las circunstancias desfavorables que la han rodeado. González y su PSOE han huido en esta ocasión de la estrategia del miedo, evocación de guerra civil incluida, que fuera utilizada en el 14-D con un claro efecto bumerán. Ahora el mensaje ha sido más escueto, alternando la descalificación indirecta de los sindicatos con la promesa. cumplida de un protagonismo de las fuerzas de orden público, todo ello respaldado por unas intervenciones reiteradas de González sobre un solo tema: firmeza. Autoproclamado árbitro de la historia, González resolvió que la huelga podía celebrarse, pero también que el Estado se encargaría de minimizarla, en la práctica y en la imagen, y, sobre todo, que la jugada quedaba invalidada, pues el Gobierno dialogaría, pero sobre la base de mantener intacto el decreto (y se supone que también el proyecto de ley de huelga). Llegado el caso, recurrirá a la confrontación entre las instituciones representativas y los agentes sociales, con una consulta electoral anticipada, para mostrar que desde abajo aquí no se modifica ninguna decisión gubernamental. La huelga era declarada, de antemano, inútil. Con una entrañable sintonía, González y Cuevas se lo dicen -a los líderes sindicales en la tarde del 28. Usan incluso las mismas palabras: ha llegado para los sindicatos la hora de reflexionar.

Así cobra forma definitivamente el sistema político que se ha ido perfilando en los 10 últimos años, basado en el monopolio parcial del poder a cargo de un partido cuyo voto popular sirve de plataforma a un conservadurismo modernizador, neoliberal en política económica, tecnocrático en el discurso y cada vez más enraizado en la sociedad española a través de redes clientelares -desde las establecidas con el capital financiero a las que favorecen el voto rural en Andalucía-, con las consiguientes dosis de corrupción. Lógicamente, la oposición conservadora clásica, el Partido Popular, se ve comido el terreno en el aspecto esencial de la gestión económica y encuentra notables dificultades para asentar la imagen de una alternativa fundada en opciones económicas de dureza aún mayor. El enlace cada vez más estrecho del PSOE con los nacionalismos también conservadores de Cataluña y Euskadi prueba la cohesión de la fórmula, por encima del desencanto que la misma suscita en un electorado primitivo que, por otra parte, no sabe adónde ir: la oferta, congruente con la dinámica sindical, que pudiera representar Izquierda Unida se pierde al ser incapaz la coalición de liberarse de su núcleo comunista y de un radicalismo que la deja fuera de juego en cuestiones centrales de la estrategia política. Es difícil entender hoy la desconfianza frente al socialismo democrático, el rechazo a la convergencia europea (compartido con Marchais, Cunhal y Le Pen) o la insistencia en un discurso de resistencia anticapitalista, orientado hacia la terrorífica meta de una "construcción del socialismo". De modo que por ahora el PSOE puede dormir tranquilo: roba el espacio electoral a la derecha y puede despreocuparse del radicalismo de la izquierda, la cual, por añadidura, vendrá en su apoyo siempre en caso de peligro, como ocurre ya en tantas comunidades autónomas y administrativas municipales. Lo que no resulta tan claro en este caso es que porvenir electoral y porvenir político sean cosas idénticas. La distancia entre el electorado y la clase política es ya lo suficientemente amplia como para que no convenga seguir ahondando la fosa. Si el pulso con los sindicatos termina con un aplastamiento de éstos por el Gobierno, no. cabe excluir a medio plazo un desgarramiento del tejido social en que se apoya aún el voto PSOE. Y, sobre todo, habrá quebrado una de las piezas de equilibrio fundamental en una democracia moderna, con el ejercicio de un poder compensatorio al cual debieron y deben los trabajadores españoles haber mantenido su parte en la distribución del producto social.

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Es algo bien diferente de la imagen que pudieron transmitir huelgas como la de los autobuses madrileños, tan eficaz en la descalificación de un sindicalismo más complejo y atento a los intereses colectivos, como el que tratan de practicar Comisiones Obreras y UGT. Ahora bien, tampoco la acción de las, grandes centrales puede escapar a las limitaciones que se derivan de la ausencia de un referente político eficaz. Son desajustes que explican el grado innecesariamente alto de crispación y de tensiones que afecta a nuestra sociedad y, en consecuencia, al propio camino hacia Europa. En definitiva, cabe pensar que la restauración del equilibrio no podrá alcanzarse sin rectificaciones de fondo en la política del Gobierno hacia los agentes sociales, y, desde luego, en ningún caso llegará por la adaptación a la democracia de ese espíritu represivo del pasado que parece inspirar los comportamientos del actual Ministerio del Interior. Entretanto, los afectados por el decreto pueden encontrar consuelo en las páginas del Manifiesto del Programa 2000 del PSOE, en el cual se insiste en la necesidad acuciante de que la acción política socialista se desarrolle "no sólo desde las instituciones democráticas, sino también desde la sociedad", asumiendo los sindicatos "un papel de cogestión con el Estado en las políticas sociales y económicas". La protección económica de los desempleados sería la seña de identidad de esa política social. Asistimos, advierten nuestros socialistas, al "nacimiento de un Estado de bienestar" en España. Divinas palabras.

Antonio Elorza es catedrático de Pensamiento Político de la Universidad Complutense.

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