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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El espíritu de Río

DURANTE 12 días, los representantes de 178 países del mundo se han reunido en Río de Janeiro para tomar conciencia de la tragedia acumulativa en que consiste el deterioro ecológico del planeta y para intentar ponerle coto. En las últimas horas de esta Cumbre de la Tierra acudieron más de 100 jefes de Estado o de Gobierno -lo nunca visto- para poner sus firmas a una serie de documentos y compromisos cuyo cumplimiento debería permitir la corrección de todos los atentados ecológicos. -¿Están finalmente arbitrados los medios para que se detenga la locura de esquilmar la Tierra?En otras palabras: ¿es el espíritu de Río una colección de píos votos sin eficacia real, detrás de los que se esconde la avaricia de los más ricos y la impotencia de los más pobres? O, por el contrario, ¿se ha echado a rodar un imparable movimiento del que saldrá la regeneración de nuestro medio ambiente?, ¿Podrán enarbolar por fin la bandera del ecologismo sin ser tildados de ilusos los que ven en ella una única esperanza para el futuro de la humanidad? ¿Conseguirán obligar a sus Gobiernos, a conservar y mejorar el planeta para las generaciones futuras?

La respuesta a todos estos interrogantes tiene que caer del lado del optimismo, por moderado que deba ser éste, basado más en la voluntad que en la razón: el barco multinacional, como cualquier gran transatlántico, tarda tiempo en girar y tomar nuevo rumbo. Como ocurrió en 1975, cuando se firmó la Carta de Helsinki -que, ante el escepticismo generalizado, colocó el asunto de los derechos humanos en el centro de las relaciones internacionales-, de ahora en adelante no podrá olvidarse que la Cumbre de Río ha puesto en el mapa del futuro político y económico del mundo entero la imperiosa necesidad de preservar, conservar y regenerar el único soporte que tiene la vida en este planeta. Si los compromisos fueran papel mojado, el presidente Bush -en uno de los peores gestos de su mandato- no habría arriesgado la impopularidad de no suscribir uno de los documentos de la reunión, el de la biodiversidad.

La primera consecuencia de la conferencia ha sido, naturalmente, reconocer la íntima relación que existe entre ecología y desarrollo económico: todos los países tienen derecho a defender su hábitat, todos los, países tienen derecho a impedir que otros más fuertes los sometan a las consecuencias ecológicas negativas de sus políticas económicas, y los más pobres tienen derecho a ser ayudados por los más ricos a desarrollarse de forma ordenada -lo que ha venido en llamarse el principio del desarrollo sostenido-. Estos tres principios han quedado consagrados en los documentos firmados al final de la cumbre: la Agenda 21, el Tratado de la Biodiversidad (pon la mencionada excepción de Estados Unidos), el de los cambios climáticos, la Declaración de los Bosques y la Declaración de Río.

Puede que se tarde muchos años en transformar todos los compromisos de Río de Janeiro en acciones concretas. Maurice Strong, el canadiense secretario general de la cumbre, ha recordado con pesimismo que su discurso de clausura ha sido prácticamente el mismo que el que pronunció hace 20 años en la Conferencia de Medio Ambiente de Estocolmo, con la sola diferencia de que la Tierra es 20 años más veterana en desastres ecológicos. Tiene toda la razón. Los países desarrollados han seguido resistiéndose a comprometer su dinero en la causa de la ecología y han sido ciegos a los beneficios que les habría reportado una inversión de este tipo. Este extremo es precisamente el que mayor escepticismo ha suscitado en los críticos. Es bueno recordar, sin embargo, que la siembra. ecológica de Río no cae en terreno baldío: no puede olvidarse la explosión política del ecologismo en el mundo desarrollado y el papel de creciente protagonismo desempeñado por los verdes en la vida política, sobre todo de Europa. Su efecto multiplicador es incalculable.

Es cierto que, como ocurre desde hace años, los países más desarrollados no se quieren comprometer al- objetivo de dedicar el 0,7% de su producto interior bruto a la ayuda al desarrollo (sólo lo harán "tan pronto como sea posible"). Al mismo tiempo, es lamentable que Kuwait y Arabia Saudí, para su vergüenza hayan puesto sin éxito objeciones a la política de conservación de energía; también lo es que hayan sido eliminados los objetivos fijados para la reducción de emisiones de dióxido de carbono (culpa del efecto invernadero). Pero no se olvide que los tratados en apariencia mas inocuos tienen consecuencias inesperadas y que, como ha asegurado un delegado en Río, la Cumbre de la Tierra "no debe ser juzgada por sus resultados inmediatos, sino por el proceso que ha desencadenado".

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