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Tribuna:PREMIOS NACIONALES A LA CULTURA
Tribuna
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Un silencio tatuado

Tal vez, en el fondo, lo importante no sea sino esto: que acaso somos tan sólo los hijos de un silencio que ha aprendido a escribir, un silencio alfabetizado. Tal vez no estemos ahora sino empezando a entender, de un tiempo a esta parte, la magnitud entrañada en tal gesto, y tan costosamente. Que es como si hubiéramos perdido la vinculación última que nos unía al silencio de lo que somos, como si nuestro silencio fuera ya otro: como algo que no nos deja estar callados. Y es evidente que alguien que no puede callar es también alguien que no puede dejar de mentir, nos decimos. Entonces, ¿bastará una decisión como la de comenzar a guardar silencio para reencontrar el aliento de lo que ignoramos de nosotros mismos, para comenzar a ser quienes en definitiva somos? Probablemente fuera bien legítimo decir que ésta debería ser hoy una de las preguntas que conducen los afanes del filósofo. En cualquier caso, el quehacer de lo que se llamó "amor a la sabiduría" no puede sino quedar transformado gravemente a partir de aquí. Y sería hermoso pensar que basta con callar para que todo sea de nuevo como antes. Pero el nuestro es ya un silencio lleno de voces que no son del todo voces, que son también un cloqueo de grafismos sobre el blanco del papel, mediante los que se nos ahorran las molestias menudas de una memoria que siempre finalmente nos esquiva, dejando así en suspenso lo que realmente importa: saber qué destino nos aguarda, a nosotros, a los hijos de un silencio que ha aprendido a escribir.Y, se dirá, tal situación no es que sea nueva: hasta donde nuestra memoria alcanza siempre ha sido así, nuestra misma memoria está hecha de un silencio que está escrito y bien escrito, por eso tan a menudo podemos olvidar acordarnos de lo que en verdad importa y coquetear con lo que no somos. Pero, es como si ahora comenzáramos a saberlo de otro modo, intuyendo la gravedad de sus alcances. Es como si ahora se nos hubiera roto la cómplice comodidad con la que antes solíamos decir antes. Muy probablemente algo como esto rondaba tras lo que siempre quiso enseñarnos Emilio Lledó cuando estuvo aquí con nosotros, en Barcelona, hace ya algún tiempo. Y tuvo que ser más que difícil lidiar así, entonces, con aquella avalancha confusa de quienes fuimos sus alumnos, de quienes exigieron el rango de discípulos. No eran momentos nada fáciles, para nadie. Como tampoco lo fueron los que vinieron después. Luego, con el tiempo y esa distancia, algo cambió: comenzaron a llegarnos por escrito algunas lecciones de lo que, en su tiempo, no habíamos acabado de aprender. Y fueron lecciones que, hablando de la memoria y el lenguaje, del tiempo y la escritura, parecían ecordarnos que somos hijos de un silencio que sabe que lo es porque ha aprendido a escribir. Un silencio tatuado, en el que no alcanzamos a estar callando.

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El filósofo Emilio Lledó obtiene el Premio Nacional de Ensayo

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