¿Ante un genocidio cultural?
Dentro de cinco meses y veintisiete días, el mercado audiovisual español desaparece como tal y se convierte en una parcela de otro mercado envolvente, en el que se fundirá: el comunitario. El cine español -en cuanto industria- se sumerge a plazo rijo e inminente en un ámbito absorbente en condiciones de inferioridad manifiesta (desamparado política y legislativamente) frente sus competidores. Es por ello de temer -de no crearse un conjunto de medidas urgentes de autodefensa- que la situación bajo mínimos en que el cine español se encuentra empeore velozmente a partir de 1993 y que lo que hasta ahora era un persistente estado preagónico -no de vida, sino de supervivencia- se convierta en dinámica de una gradual extinción.Que un pequeño sector industrial no rentable se extinga tiene, en un proceso de mareantes mutaciones macroeconómicas como el que que vivimos, poca relevancia. Pero una circunstancia singulariza este caso. Es simple: una película -cuando realmente lo es- es un producto frágil y distinto de cualquier otro, que no puede medirse por raseros de rentabilidad económica común. Si el cine español (en cuanto industria y por poco rentable que esta sea) se extingue, con su extinción agonizará -y eso es lo distintivo y lo dramático del problema- un signo esencial de nuestra cultura viva, de nuestra capacidad para crear imágenes que ofrecer al mundo y para mantener frente a el la posibilidad de tener algo propio que decirle. No es por ello exagerado hablar de umbral de un genocidio cultural. Si la pobre industria del cine español se acaba, acabará con ella una de nuestras pocas riquezas. Una riqueza hoy no rentable en las cuentas de urgencia de los políticos, pero más, mucho más que rentable -incluso indispensable- si se quiere mantener viva una parte básica de la identidad histórica de nuestros idiomas y de nuestra visión del mundo.
Durante los últimos tres días, las gentes de la producción audiovisual española se reunieron en Madrid y, de manera atropellada, intentaron transmitir su alarma ante lo que se les viene encima. El atropellamiento duró hasta el instante en que el máximo representante de las distribuidoras multinacionales de Hollywood, que hoy colonizan al mercado español de manera despiadada, se dirigió a ellos e hizo poner a sus interlocutores los pies en el duro suelo. Un productor de cine preguntó con sarcasmo: "Ya son ustedes dueños del 80% del mercado del cine español ¿Es que quieren también apoderarse del 20% restante?" La respuesta fue, a la manera de Goebbels, transparente: "Sí".
El coloso del cine lo quiere para sí todo. No le basta con que consumamos (y lo hacemos con gusto) las maravillas que crean, desde la ligeraza de Indiana Jones a la gravedad de El silencio de los corderos. Quiere también que traguemos, por ley del embudo y a costa de la existencia de nuestro cine, todas las docenas de mediocridades y con frecuencia de basuras que escoltan a estas maravillas y que impiden aquí la exhibición de cine propio. Quieren que no exista el cine español y que quienes tienen voz propia en él -los Camus, Maura, Aranda, Alcaine, Azcona, Almodóvar, Erice, por citar 7 entre 70 de nuestos cineastas de primera fila- si quieren seguir haciendo películas, las hagan para ellos, no frente y ni siquiera al margen de ellos.
La amenaza es evidente, para quien quiera verla. Y mientras Europa busca -y encuentra: véase el caso francés y, cada vez más, del resto de la CE- una política de contención del invasor y de afirmación de la propia identidad cultural, España -en un proceso suicida de autoabandono- se desguarnece. Tal es el fondo de la amenaza de genocidio cultural. No hay exageración en ella. Y habrá que poner nombre propio a sus responsables históricos, porque los tiene: quienes, pudiendo acabar con ella, se encogieron un día de hombros ante la agonía del cine español.
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