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Tribuna:VIVIR PARA CONTARLO
Tribuna
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Desalentados, desafectos

Antonio Muñoz Molina

Acabo de saber que esas dos palabras me definen y me desenmascaran, y no sólo a mí, sino a la mayor parte de mis amigos y a un cierto número de mujeres y hombres repartidos al parecer por toda la extensión de Europa. Desalentado ya sabía que lo era, proclive a la pereza y a la dilación de lo urgente, a una cierta incapacidad para asignarme un lugar invariable en el mundo. El desaliento, al fin y al cabo, no es un estado de ánimo que pueda calificarse de innoble, y tiene algo que ver con el spleen de Baudelaire y con el desengaño de los moralistas antiguos. Sin abdicar del gusto de vivir, personas que me son muy próximas se deslizan a diario entre el desaliento y el fervor, entre la risa y la desgana, y cuando están desalentadas acuden a la ironía para no rendirse, y cuando disfrutan de un sereno entusiasmo miran de soslayo a su alrededor para prevenir las amenazas de la adversidad. "Desalentado, enfermo, peregrino", dice don Luis de Góngora: Incluso en medio de las horas de la felicidad, esas palabras nos aluden o nos rozan, pues sólo los imbéciles gozan de una beatitud irrompible, así que el desaliento bien llevado, más que una enfermedad moral, es un signo del vigor de la inteligencia, una prueba de que no ha sido uno irreparablemente intoxicado por el optimismo dentífrico de los programas familiares de la televisión.No me insulta, pues, que me incluyan en el número de los desalentados. Ya me preocupa más la posibilidad de ser uno de los desafectos: Las palabras, como las monedas, circulan de mano en mano durante demasiado tiempo, se ensucian, se envilecen, acaban adquiriendo significados tramposos y a veces se vuelven contra quien las pronuncia y le manchan las manos. La palabra desafecto, que no se oía desde hace años, trae enseguida un recuerdo de informes policiales y de prosa franquista, una sospecha y un recelo que en aquellos tiempos podían resultar más peligrosos que la directa acusación. Se hablaba de los desafectos al régimen, que no llegaban a la categoría de los enemigos, porque los enemigos al fin y al cabo podían alcanzar la protección y el prestigio de la sombra: los desafectos eran hombres solitarios y raros cuyo peor delito lo constituía la no evidente, no inquebrantable adhesión. Al enemigo se le encarcelaba: al desafecto se le amargaba la vida negándole un certificado de buena conducta.

Ser un desafecto en aquellos años era ser, sin más remedio, un desalentado, pero el general Franco y sus prosistas no creo que unieran nunca esas dos palabras, ya que el estado de ánimo de sus adversarios dificilmente los inquietaba. Quien acaba de unirlas, quien nos ha atrapado en ellas a mis semejante y a mí como entre las pinzas de un naturalista, ha sido el presidente del Gobierno español, que en una conversación reciente con Nativel Preciado ha vuelto a lamentar con melancolía de padre bondadoso nuestra incurable ceguera, que nos hace quejamos del bienestar, como niños mimados que lo tienen todo y nada agradecen. Asegura: "No quiero caer en la tentación de reñir a la gente", pero le cuesta mucho, como a casi todos los que sacrifican su vida por otros sin pedir nada a cambio. Ve que en el mundo donde vive, en Europa, en España, se han cumplido los mejores sueños de los hombres, y lo desconcierta y lo entristece que algunos, teniendo ojos, no vean, teniendo oídos no oigan. A los desalentados, a los desafectos, nos dice lo mismo que nos decían nuestros padres y nuestros superiores: de qué os quejáis, mirad al otro lado de las fronteras y las seguridadesque os protegen y preguntaos honradamente si no vivís mejor que quienes no son como vosotros. Lo que nos pareció lucidez sólo es una culpable obstinación, la vana soberbia del que se niega a mirar la verdad delante de sus ojos. A salvo de la duda, justo y sereno como un padre, ecuménico, el presidente mueve las manos para explicar la evidencia de los sueños cumplidos y nos sonríe, uno por uno: también a nosotros, a los desafectos y a los desalentados, los que tal vez mereceríamos que en un Instante de flaqueza cayera en la tentación de reñimos.

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