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FERIA DE SAN ISIDRO

Un trincherazo a las nueve

Toril / Domínguez, Gutiérrez, CepedaCuatro toros de El Toril (dos fueron rechazados en el reconocimiento), bien presentados, varios sospechosos de pitones; encastados, lo bravo. Dos de Alcurrucén, 5º mansote, 6º encastado y noble. Roberto Dominguez: estocada muy contraria y dos descabellos (silencio); pinchazo, media trasera caída y descabello (bronca). Jorge Gutiérrez: pinchazo perdiendo la muleta y estocada escandalosamente baja a toro arrancado (silencio); estocada corta perpendicular caída con el toro reculando (silencio). Fernando Cepeda: aviso antes de entrar a matar, pinchazo y estocada corta ladeada (silencio); pinchazo perdiendo la muleta, bajonazo escandaloso -aviso con retraso- y cinco decabellos (aplausos). Plaza de Las Ventas, 13 de mayo. Quinta corrida de feria. Cerca del lleno.

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JOAQUN VIDAL

A las nueve de la noche se produjo un acontecimiento inesperado: fue Fernando Cepeda y dio un pase. Era el primer pase de la tarde que merecía ese nombre y consistió en un trincherazo. La gente dijo entonces olé y se sintió felizmente liberada de frustraciones, pues llevaba dos horas intentando decirlo y los toreros no le daban ocasión.

La corrida empezó a las siete, según, costumbre cuando llega mayo florido, y desde esa hora hasta la del trincherazo no se había visto nada digno de mención. Quiere decirse, nada bueno. En cambio, malo, lo hubo como para abastecer un hipermercado. Lo malo estaba ayer de oferta. Desde los picadores y sus puyazos traseros, a las inhibiciones y desaciertos de los espadas, había dónde elegir. Roberto Domínguez dio destemplada lidia. Con la muleta no paró de moverse, unas veces escapando del toro al rematar los pases, otras apechugándoles el costillar.

Pretendió Roberto Domínguez arreglar el desastre con el descabello pero, claro, a esas alturas del descabello las cosas tienen ya difícil solución. Y si lo preludia con una larga ceremonia de abaniqueos poniendo aflamencadas posturas, aún es peor. Un buen descabellador, si sabe lo que se pesca y es consecuente con los letales objetivos de esa suerte de matarife, se acerca rápido al toro y va y lo descabella, sin más historias. El descabello se inventó para evitarle sufrimientos al toro moribundo y, de paso, ahorrarle el bochorno al diestro si dejó la espada en feo lugar (por ejemplo, un costado). De manera que estar resobándole los hocicos a un toro que lleva clavada media espada en un costado del alma, como hacía Domínguez, es prolongarle innecesariamente la agonía; es echarse a las anchas espaldas el sufrimiento del toro, el arte de torear y hasta la vergüenza torera.

Los toros que correspondieron al mexicano Jorge Gutiérrez tenían corta embestida y pues no les consentía -retiraba rápidamente la muleta y su misma persona- esa embestida se quedaba en un mero amago, en sucinto apunte. El tercer toro pudo volverse loquito porque Fernando Cepeda lo desconcertaba. Presentaba Cepeda la muleta, iba el toro. Llegaba el toro y se encontraba con que la muleta estaba oblicua; y ya no sabía por dónde tirar: si de frente tal cual llevaba la marcha o si había de virar a babor. Pero no acababa ahí el problema porque, al repetir la embestida, no encontraba al torero, que había mudado apresuradamente de lugar. El toreo moderno a veces parace el juego de las cuatro esquinas.

Dieron las nueve (en el teAido un concierto de relojes digitales con sus alarmas y sus water proff. pipí, pipó; flufi, tiruló), y ya la afición se resignaba a seguir aburriéndose hasta la consumación de la corrida cuando fue Cepeda y ejecutó un trincherazo. ¡Olé! Más que un trincherazo ejecutó. El prólogo de su faena al sexto toro resultó hermosísimo: pases por alto ceñidos, el trincherazo, y pases de la firma interpretados con la singular torería que custodia este artista. Se escucharon las primeras ovaciones cerradas de la tarde-noche. También las últimas. Cepeda custodia tan celosamente su torería que, a partir de ahí, se le resistía a salir, y pegaba muchos derechazos, aunque de nuevo con la muleta oblicua y sin fiarse demasiado del toro noble. A las nueve y seis minutos intentó unos naturales, con escasa fortuna. A las nueve y ocho le arreó al toro un horripilante mandoble bajero. Lo que pudo ser oreja, triunfo, odas, se convirtió en un aviso y aplausos de cortesía.

La afición abandonó la plaza mohína. Un trincherazo y unos pases de la firma a las nueve no son gran cosa. Además, podría haberlos dado Cepeda a las siete y avisar que eso iba a ser todo. Algunos tenían mejores planes que estar allí, sentados en la piedra, esperando el milagro de que a alguien se le ocurriera torear.

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