El 'síndrome Walesa'
LAS HUELGAS generales se convocan, según la tradición de los sindicatos más clásicos, para derribar a un Gobierno. La del 14-D no lo consiguió -aunque dejó tambaleantes a los socialistas durante mucho tiempo-, ni tampoco logró el objetivo general que pretendía: dar un giro social a la política económica; sí alcanzó lo más concreto, la retirada del plan de empleo juvenil, con lo que de este tema no se ha vuelto a hablar, aunque las cifras de desempleo de los últimos meses expliciten su urgente necesidad.Ahora se convoca otra huelga general; si como consecuencia de la misma cayese el Gabinete de Felipe González, la alternativa no sería nunca un Consejo de Ministros más a la izquierda, sino todo lo contrario, como está sucediendo en los países de nuestro entorno. Ello explica algunos de los primeros aplausos que la decisión de las centrales está teniendo en los columnistas de la caverna, pero no la estrategia de los sindicatos, si no se interpreta ésta en clave política. Los ataques de despecho de algún líder sindical y las pretensiones de "ayudar a corregir el actual mapa parlamentario" -según recientísimas declaraciones- indican una evolución espuria del sindicalismo español. Se trata de dos variantes de lo que podríamos llamar,síndrome Walesa. El aplomo con que los líderes sindicales acostumbran a desautorizar no ya tal o cual medida gubernamental, sino lo que denominan desastrosa política económica del Gobierno, no está avalado por aciertos incontrovertibles de su parte, sino por la falta de alternativas.
La situación económica en toda Europa (incluida España) es ahora bastante mala, y las expectativas, poco alentadoras, según acaba de confirmar el Fondo Monetario Internacional: el crecimiento -y, por tanto, la creación de empleo- será menor de lo previsto, y la inflación, mayor de lo esperado. Habría que reaccionar, tal vez modificar algunas de las medidas contempladas en el Plan de Convergencia, profundizando en la corrección de los desequilibrios. A los sindicatos esta coyuntura parece no afectarles. Están preparando la huelga general independientemente del medio en que nos movemos. Es lícito preguntarse, pues, ¿cuál es la función actual de los sindicatos, además de convocar paros generales?
Los sindicatos nacieron para hacer frente a los abusos de unos empresarios que aprovechaban su posición dominante en el mercado de trabajo para imponer condiciones de contratación leoninas. Su éxito histórico consiste en que sus reivindicaciones principales han entrado a formar parte de la legislación positiva: la limitación de la jornada, las vacaciones pagadas o la asistencia sanitaria son conquistas asociadas a la actividad sindical. Además, la experiencia ha demostrado que la existencia de sindicatos fuertes y responsables elimina ese factor de incertidumbre, catastrófico para la economía de las naciones, asociado a la proliferación de sindicatos corporativos, asambleístas o de líderes aventureros. En ambos aspectos (abrir brecha a la generalización de mejoras sociales y evitar incertidumbres) puede decirse que las centrales sindicales cumplen una función de interés central, básica para las democracias. Pero a condición- de que realicen esas funciones, y no otras.
Por ejemplo, la de convertirse en agentes activos de batallas entre partidos, o entre facciones internas de los partidos. En la medida en que ésa pase a ser su función principal, no podrá seguir considerándoseles instituciones de interés general. En España, uno de los países con más baja afiliación sindical del mundo desarrollado (con tendencia a una disminución aún mayor), los sindicatos no han renunciado a intervenir directamente en política.
El "mayor atraco social de la historia" -como define Apolinar Rodríguez la modificación de la legislación sobre desempleo que ha merecido la convocatoria de huelga general- ha sido planteado por el Gobierno por procedimiento sumarísimo. Tanto, que el propio PSOE ha maniobrado para intentar una negociación de sus términos. La respuesta de los líderes sindicales, enfrascados ya en la dinámica de la huelga general, ha consistido en afirmar que la retirada del decreto-ley es condición previa para ponerse a hablar, y en recomendar que los mediadores socialistas dirijan sus presiones contra el Ejecutivo. A éste puede reprochársele falta de previsión y tardanza en la reacción frente al crecimiento vertiginoso del déficit del Inem. De lo que no puede acusarse al Ejecutivo es de haberse inventado el problema. Si a la urgencia de atajar el crecimiento del déficit se une la necesidad de poner coto a los efectos perversos advertidos en el sistema -y que son reconocidos por todos los expertos-, parece evidente que el Ejecutivo estaba obligado a intervenir. La pretensión sindical de exigir como condición previa la retirada de la medida resulta, por ello, más coherente con la voluntad de hacer imposible cualquier entendimiento que con la de buscar una respuesta compartida a un problema real.
Al Gobierno le sobró arrogancia en la manera como planteó el asunto; pero no son los sindicatos los que pueden tirar la primera piedra. Su displicente descalificación del Plan de Convergencia, como de cuantos intentos por concertar una mejora de la competitividad le precedieron, así como su silencio ante los abusos y fraudes que ahora se intenta corregir, revela que la cultura del cuanto peor, mejor sigue dominando las estrategias de las cúpulas sindicales.
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