El tercer Padre
Para las gentes del Opus Dei, la beatificación de Escrivá ofrece dos claras ventajas. La principal es el amparo papal en las luchas intraeclesiales. La segunda es la posibilidad de invocar el hecho -el Padre está en los altares- en su proselitismo con personas que necesitan de ese tipo de argumentos para apuntarse.Pero el esfuerzo, la energía y el dinero gastados en tan acelerado trámite producen también sus inconvenientes. El primero es exponerse a discusiones abiertas, a debates críticos, tan contrarios a su estilo y estrategia. Los miembros del Opus no han estado nunca dispuestos a confrontaciones públicas y la razón básica, en esa línea de protección al neófito típica de las sectas, es evitarles escuchar opiniones críticas, sobre todo si lo que oyen son las trapisondas y las debilidades de sus dirigentes.
Muchos socios de buena fe han sabido ahora por primera vez que sus jefes no dudan en calumniar, perseguir y amedrentar a quienes no piensan como ellos y eso empieza a erosionar su adhesión incondicional. Aunque las oficinas de infórmación
intoxicación de la Prelatura se han empleado a fondo para evitarlo, decenas, cientos de críticas orales y escritas a la ejecutoria personal y corporativa del flamante Beato están llegando hasta sus clientelas más cautivas, con motivo de la beatificación, sin que les sea posible ya mantener la descalificación de tantos contradictores. Y es que, como resulta inevitable, la otra historia del Opus comienza a desplegarse en paralelo a la oficial.
Al conocer las interioridades del proceso de beatificación, muchos observadores se han quedado asombrados, no tanto por las violaciones de la praxis canónica, no tanto por la prepotencia ejercida para que no se dijera nada en contra, sino sobre todo porque las deposiciones (sic) de los altos jerarcas del Opus a favor de su fundador se convertían en diatribas, en calumnias y descalificaciones de quienes no podían defenderse, de quienes ni siquiera sabían que se estaba hablando mal de ellos al amparo del secreto de un sumario vaticano. ¿Cómo se puede usar el proceso de beatificación de una persona para atacar a otras?
Quizá lo más fascinante sea comprobar el miedo de altos y veteranos funcionarios del Vaticano a los perjuicios que puede reportarles el ponerse a mal con el Opus. La imagen de un grupo implacable que le tiene sorbido el seso al Papa se abre paso entre susurros y los silencios de la Curia, algunos de cuyos miembros ni siquiera se atreven a dar su nombre al criticarlos. Hoy como ayer, los tercios españoles en su versión eclesiástica, los dominicos de la Inquisición, los jesuitas de la Contrarreforma, los opusdeístas de la victoria capitalista contra el comunismo, imponen sus osadías a un pontífice receptivo.
El proceso ha tenido el mérito de sacar a la luz la figura de Javier Echevarría, el segundo en la línea de sucesión de Escrivá, cuyas declaraciones en la causa contra antiguos e importantes miembros del Opus son las más violentas y despiadadas. Echevarría es un vasco cincuentón que entró en la organización muy joven, sin experiencia civil y que se ha pasado la vida cabe las faldas del fundador. Hay funcionarios del Vaticano que lo califican de atrabiliario e inaguantable. Y es que el estar a la vera de Escrivá cuando éste ponía en solfa a la gente ha debido de forjar su carácter.
Yo recuerdo, la única vez que estuve con Escrivá y su pequeña corte en Roma, en la primera fase del Concilio Vaticano II, cómo gritaba contra Juan XXIII, asegurando que el diablo se había instalado en la cabeza de la Iglesia. Yo venía de Perú, donde la fundación de la Universidad de Piura supuso una confrontación ideológica con las realidades del Tercer Mundo, cuyo saldo biográfico fue mi salida definitiva del Opus. Los dicterios de Escrivá contra el papa Juan contribuyeron a acelerarla.
Si es verdad lo que cuentan de Echevarría, su ascensión al primer cargo burocrático, cuando desaparezca Portillo, marcará probablemente la crisis institucional del Opus porque los socios menos fanáticos, menos cínicos, tendrán que plantearse el cómo y el porqué de sus lealtades. Según la sociología de los grupos cerrados, la suerte de la mayoría de estas organizaciones es quebrarse, reformarse, al desaparecer el líder carismático y su primer sucesor.
Alberto Moneada, sociólogo, permaneció 16 años en el Opus Dei.
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