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El valor de la vida

Antonio Muñoz Molina

La vida no vale nada: cualquiera puede arrebatárnosla, y cuando lo haya hecho no es improbable que se vaya a tomar café o a ver una película. La vida, según sentencia reciente de un juez de Málaga, vale unas cien mil pesetas, que es la multa que ese juez le impuso a un motorista por haber matado a una anciana en un paso de cebra, si bien lo condenó también a dos días de prisión menor. Que el motorista circulara en medio de una ciudad a 160 kilómetros por hora y que la mujer que tuvo la mala fortuna' de cruzársele en su camino esté ahora muerta para siempre no debieron de parecerle al juez circunstancias tan graves como para merecer un castigo más severo. La vida humana, se decía antes, es irrepetible y es sagrada, pero también hay que comprender que algunas personas llevadas por un rapto de entusiasmo deportivo o patriótico la supriman sin mala intención. En un campo de fútbol, un rugiente antropoide lanza una bengala encendida que va a clavarse en el pecho de un niño y lo mata mientras su padre se quema las manos intentando arrancársela. Días después, el- responsable de esa muerte, que tal vez sólo celebraba con vehemencia un gol de su equipo, aparece esposado en la televisión, con la cabeza baja, con cara de mansedumbre, y alguien para darle ánimos, un directivo de su club, apoya una mano afectuosa en su hombro. En Málaga, un grupo de amigos pasea de bar en bar después de medianoche, uno de ellos tropieza con un bulto de un mendigo que duerme en el quicio de un escaparate, lo rocían de gasolina, prenden con una cerilla su ropa empapada y ven luego cómo el cuerpo arrebujado arde y se retuerce como una súbita hoguera que ilumina la calle. En Santander, en un barrio que tiene la desolada grisura de las ciudades industriales inglesas, unos pistoleros accionan a distancia un coche cargado de metralla y logran la muerte de tres personas cuyos rostros no han visto nunca. Los pistoleros huyen, y esa noche llegan a Irún y se acogen a la hospitalidad de un arcipreste muy querido por todos sus feligreses. Se trata de un acto de caridad sacerdotal, incluso de un gesto humanitario, dado que si los asesinos hubieran sido atrapados por la policía, asegura un dirigente político vasco, seguramente habrían sido tratados sin consideración.Hace algo más de un año, en Granada, tres hombres violan por turno a una muchacha oligofrénica. El juez, un hombre cuya acendrada devoción es notoria, los absuelve, atribuyendo las desgarraduras que sufrió la muchacha no a la crueldad de sus violadores, sino a la explicable intensidad de lo que él mismo llama en su sentencia la explosión amorosa. Sin más molestia que esgrimir una navaja o una pistola cualquiera puede sembrar en tomo suyo el infierno: del azar depende que una de esas sombras armadas surja delante de nosotros, y unos minutos después ya no podremos vivir para contarlo. La muchacha violada, la mujer muerta en le paso de cebra, el mendigo abrasado, el niño al que una bengala le revienta el pecho, las víctimas de la furia helada o de la jactanciosa crueldad, obtienen rápidamente la indiferencia y el olvido, pero nunca falta quien comprenda o justifique o absuelva a sus verdugos, pues parece que la más cruda adversidad está reservada tan sólo para los inocentes, que no siempre, para mayor escarnio, quedan libres de sospecha: un hombre acaba de pasar 22 días en la cárcel porque los expertos de la policía y del juzgado tomaron por cocaína unos polvos medicinales para las hemorroides. Un negro, en Estados Unidos, ha cumplido 17 años de condena porque los policías inventaron pruebas falsas para acusarlo de un crimen del que no había sospechosos. Nadie les resarcirá ni de un sólo día de sufrimiento, nadie les devolverá la vida a los asesinados ni librará a una mujer violada de la humillación y del terror, nadie se rebajará contra el desprecio a la dignidad a la vida a no ser que lo sufra en sí mismo. El único delito para el que no hay piedad es la inocencia.

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