Más de lo mismo
POCOS ELEMENTOS nuevos parecen haberse incorporado al plan de convergencia de la economía española tras su definitiva aprobación en la última reunión del Consejo de Ministros. Desde que fue presentado hace un mes por el ministro de Economía a sus compañeros de gabinete, las informaciones sobre el contenido de ese programa, incluidas las aportadas por el presidente del Gobierno en el debate sobre el estado de la nación, no han hecho sino abundar en la necesidad de un drástico ajuste presupuestario para poder llegar, al término de 1996, en condiciones de superar el listón puesto en Maastricht para formar parte del club europeo más selecto. Carlos Solchaga acentuó al término del último Consejo de Ministros la trascendencia que en esa senda de convergencia nominal con los principales países de Europa adquiere la consecución de una mayor flexibilidad del mercado de trabajo. Menos explícita ha sido la voluntad de conseguir en torno a los objetivos de ese programa el consenso necesario entre las. fuerzas políticas parlamentarias y los agentes económicos y sociales.Independientemente de las objeciones que cabría hacer a las condiciones de convergencia nominal definidas en Maastricht, a las especificaciones cuantitativas de cada una de ellas o a su correspondencia con la convergencia real de las economías llamadas a formar parte de la fase final de la unión económica y monetaria (UEM), su consecución es un propósito tan razonable como necesario para que la economía española no quede marginada de ese proceso de plena íntegración al que se dirigen las economías más avanzadas de la región.
La generalizada asunción de ese horizonte, la supeditación de la política económica -al menos durante los próximos Cinco años- a alcanzar esos objetivos¡ justifica que en tomo a ese programa se reúna el mayor grado de acuerdo posible. La vigencia de ese programa durante varias legislaturas -la conveniencia de que sus líneas básicas constituyan una referencia vinculante al conjunto de los agentes económicos, dentro y -fuera de nuestro país- constituiría una razón suficiente para que el Gobierno mostrara una actitud más proclive al consenso que la que ha puesto de manifiesto el ministro de Economía. Una actitud que no dispone de excesivo respaldo en los resultados que hoy exhibe la política económica hasta ahora practicada en términos de esa pretendida convergencia.
La persistencia de registros adversos en la estabilidad de precios, la elaboración de un presupuesto para 1992 manifiestamente divergente tras el amplio desequilibrio registrado en 1991, no son precisamente las mejores credenciales que el Gobierno puede exhibir en estos momentos. La reducción de las diferencias con la CE en algunos desequilibrios básicos de nuestra economía desde 1986 no es amparo suficiente para justificar el contenido de esos 42 folios del plan de convergencia en un más de lo mismo. Ni las acciones de política económica pueden seguir fundamentándose en esa perniciosa y casi exclusiva combinación de políticas de demanda, ni el talante con que se han tratado de conducir es hoy el que aconseja la situación de nuestra economía.
El envío de ese programa a la comisión mixta Congreso-Senado debería ir acompañado de una disposición a concitar el máximo acuerdo en tomo a las medidas tendentes a esa convergencia. Los partidos políticos, por su parte, lejos del cómodo recurso a las críticas globalizadoras, deberían especificar sus diferencias con el contenido y el calendario de ese programa y definir alternativas concretas y viables. La propia trascendencia de ese programa, en definitiva, desaconsejaría hacer de él un elemento de perturbación adicional del ya crispado diálogo político y social.
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