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En el sendero visionario

Que 1992 es un año de conmemoraciones está bastante claro, pero de qué y por qué siguen siendo puntos oscuros en la agenda del año cargada de espectáculos culturales, del zumbido de la interminable polémica, y de las pesadas nubes de guerra. Mientras que aquéllos que una vez fueron de izquierdas siguen denunciando el descubrimiento de Colón y debatiendo el verdadero significado del fracaso del comunismo, no deberían olvidar otra fecha clave de 1992: el centenario de la muerte de Walt Whitman. Pocos poetas han influido en el mundo más que este bardo de la democracia. La alentadora presencia de Whitman ha sido tan penetrante desde su muerte, hace 100 años, que muchos de los mejores poetas de nuestro siglo están en deuda con él: Alberti, Celaya y Neruda del mundo hispánico, Ginsberg y Snyder de tierra norteamericana, Mayakovsky del Moscú bolchevique, Gide de Francia, Senghor de África, y un sinfín de autores más. Ya sea en la forma, o en el contenido, o en el espíritu moral, el legado de Whitman ha calado en casi todas las tierras.Así que mientras los últimos miembros de la izquierda política piden a gritos un guía, y sus antiguos rivales triunfantes creen estar por encima de las sucias encrucijadas de la historia, conmemoraremos nosotros hoy aquellas huellas de nuestra tradición occidental que han estado marcando el camino cada vez que nos hemos remitido a Das Kapitak: em-2el sendero visionario de Walt Whitman. Si la izquierda agonizante quiere un nuevo guía espiritual, que lea Hojas de hierba. Y si los avatares del nuevo orden mundial se quejan ahora de los nuevos enemigos extranjeros, que lo lean también.

Como ese Colón que tanto le fascinaba, Whitman era un explorador consumado. Su terreno era el de la imaginación humana, su destino inexplorado el del hombre nuevo -el Cipango de la edad moderna- Pero Whitman no fue el Colón del siglo XIX. Este honor le corresponde a otro descubridor profesional: su contemporáneo Karl Marx. Igual que Colón creyó que podía alcanzar el Este navegando hacia el Oeste, Marx creyó que la nueva sociedad podía introducirse destruyendo la vieja.

La miseria del exilio

Fue Marx, como Colón, quien creyó que la distancia que había que cubrir era más corta de lo que en realidad era. Ambos murieron en la miseria del exilio, aferrados a la inquebrantable convicción de que, en efecto, habían llegado a la tierra prometida. Y fue Marx, como Colón, quien -lleno de buenas intenciones y de inigualable ambición- desembarcó muy lejos de su destino, desatando una cadena de tragedias que, en el caso de Colón, casi logran destruir las culturas nativas de dos continentes y, en el de Marx, dejan tras ellas un laberinto de colas para el pan y guerras civiles.

Desde las oficinas de una editorial de Nueva York, Whitman observó las revoluciones de 1848, el primer viaje de Marx hacia ese Cipango legendario de nuestro tiempo. Whitman también esperaba dejar atrás la podredumbre de la Vieja Europa, pero se dio cuenta de que, aunque Marx había encontrado un nuevo suelo, no se trataba de las Indias de un mañana utópico como él pretendía. Whitman vio un gran cul-de-sac ("callejón sin salida") en la exhortación de Marx a la sublevación del proletariado, igual que nosotros, mirando retrospectivamente, vemos el fatal destino de la desesperada búsqueda de Colón de un oro que el Caribe no poseía. La mayoría de los que fueron tras los pasos de Colón pronto renunciaron a su objetivo original -intercambio creativo con un rincón remoto del mundo-; hasta tal punto eran empíricamente innegables los beneficios de colonizar un continente virgen. ¡Una travesía por el Noroeste para alcanzar el anhelado camino hacia el Este no era para Hernán Cortés! Incluso la ruta de Magallanes por el Sur demostró ser demasiado larga y dificil. Algunas almas intrépidas, como Sebastian Cabot, continuaron la búsqueda de una ruta marina por el norte del continente americano, pero nunca atrajo a los galeones cargados de oro del Nuevo Mundo. Durante más de dos siglos un puñado de exploradores llevó a cabo la excéntrica búsqueda, pero a la luz de la dramát1ca prosperidad de las Américas, el sueño de un floreciente intercambio con el Este pronto empezó a desvanecerse. En la época en que Robert McCIure navegó por primera vez a través del laberinto de islas árticas de Canadá, entre 1850 y 1855 (irónicamente, los mismos años durante los que Walt Whitman escribió las primeras Hojas de hierba), el pasaje Noroeste estaba lejos de haber sido olvidado.

De la misma manera, la mayoría de los que, siguiendo a Marx, han soñado con el hombre nuevo, ha desembarcado en el nuevo continente teórico que Marx proyectó en Das Kapital, mientras que Cipango, ese sueño de crear un mundo más humano y más justo, ha sido olvidado bajo la influencia ascendente del poder y el bienestar. Más y más exploradores se convirtieron en conquistadores a medida que la explotación de las nuevas tierras demostró ser mucho más rentable que la persecución de un sueño medieval. Sólo unos cuantos, como Walt Whitman, insistieron en la búsqueda de un pasaje noroeste hacia la vida buena dentro de una sociedad justa. Para Whitman, la revolución de los trabajadores de Marx no era más que la colonización de lo nuevo con vistas a continuar los caminos de lo viejo, ya que los venerados descubridores pronto se asociaron con los reyes. Por consiguiente, Stalin se convirtió en el Cortés del marxismo, y los dictadores del Este en un ejército de conquistadores que prosperó a su sombra. Mientras, Trotski y Cabeza de Vaca murieron solos, los parias aislados de su época.

La mente humana

Es posible que Colón y Marx. descubrieran sus propios continentes geográfico y teórico, pero Whitman sabía que los verdaderos descubrimientos tenían que hacerse surcando los mares de la mente humana. Colón y Marx se embarcaron en viajes que hicieron época pero, al final, lo que más les interesó a ellos y a sus seguidores fueron sus nuevos dominios. Whitman sabía que un nuevo mundo le estaba esperando, pero valoraba más la búsqueda de un camino para acceder a él.

Whitman fue innovador, y en ello radica su ventaja sobre Marx, del mismo modo que nosotros tenemos la superioridad tecnológica sobre el almirante de los océanos. Marx navegó en las toscas caravelas (¡tres volúmenes!) de Das Kapital, mientras que las Hojas de hierba le dieron a Whitman alas para volar. Incluso el pulido Manifiesto Comunista resulta anticuado al lado del revolucionario Song of myself Por buscar un equivalente en la tecnología del viaje hay que esperar a que se invente el vuelo humano antes de que la ciencia pueda igualarlo. En este sentido, Whitman estaba por delante de su tiempo y dejó atrás a su contemporáneo europeo igual que hoy nosotros dejamos atrás a Colón. Atascados en embarcaciones que pronto serían obsoletas, los instintos exploradores del proyecto marxista languidecieron a su llegada al ilusorio nuevo continente de la teoría, mientras la ruta imaginativa hacia una antigua, pero aún anhelada, forma de ser fue a parar al basurero de la historia.

Por suerte, o por desgracia, no somos Whitman. Nuestra imaginación todavía tiene que alcanzar a nuestra ciencia. Quinientos años después de la llegada de Colón a las Bahamas y menos de un año después del derrumbamiento del que fuera el nuevo y deslumbrante continente del comunismo, el pasaje noroeste de nuestros sueños sigue siendo una abertura mítica, situada en algún lugar entre las nieves polares y la tundra helada de la imaginación. Pero seguramente la entrada está ahí: sólo tenemos que encontrarla. Cien años después de la muerte de V4íitman, tal vez estemos preparados para emprender de nuevo la búsqueda de sus huellas.

escritor y periodista norteamericano.

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