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Dos americanos en París

Woody Allen, el rostro de Buster Keaton con las gafas de Harold Lloyd, se parecía el domingo, en el programa televisivo Sept sur Sept, a Hubert Vedrine, el actual secretario general del Elíseo. Fue una buena idea la de ir a entrevistarle a Nueva York. (Posiblemente está obligado a repetirse cada vez que para promocionar su nuevo filme se emplea con aplicación a ese famoso servicio posventa. Pero sigue siendo una de las personalidades norteamericanas que más complicidades suscita en cierto público francés). En breves palabras digamos que encarna la quintaesencia del intelectual de izquierdas, versión neoyorquina. Militó a favor de Adlai Stevenson, que fue una especie de Men dés France americano, y a favor de Jimmy Carter. Detesta a Nixon, a Reagan y a Bush, reniega del puritanismo y del racismo. Es demócrata y se alarma por no poder apoyar a ninguna personalidad demócrata.Dos ligeras reservas, sin embargo, a la manera con que Anne Sinclair llevó a cabo la entrevista: hubiéramos querido saber más (y él parecía animado a decir más cosas) sobre la posición del cineasta a propósito del conflicto palestirío-israelí. Sobre todo cuando es sabido que Woody Allen, el más judío de los cineastas norteamericanos, ha estampado su firma en numerosas demandas de paz con los palestinos, se ha pronunciado contra la implatación de colonias en territorios ocupados y se mueve en el ámbito de un círculo y de una revista opuestas a Elie Wiesel y al poderoso periódico Comentarios. La querida Anne Sinclair me concederá que no se trataba de informaciones indiferentes, aunque estaría en su perfecto derecho si añadiera que las posiciones de Woody Allen son coincidentes con las mías. Lo que podría explicar de alguna manera mi frustración. Pero, además, al tratar del filme de Oliver Stone JFK, que Woody Allen, como todos sus compatriotas, desaprueba, me hubiera gustado saber si él es también de los que se resignan a la tesis oficial establecida desde hace 25 años, según la cual John Fitzgerald Kennedy, el 21 de noviembre de 1963, habría sido la víctima de la simple locura de un asesino aislado.

Resulta realmente asombroso ver a tantos intelectuales norteamericanos mas preocupados por atacar un filme cuyas tesis les resultan chocantes que por interrogarse a propósito de la mentira con la que conviven desde hace tantos años. También es cierto que los franceses, por su parte, han desistido de poner en aprietos a Oliver Stone en las emisiones en que, en París, ha defendido su obra. Una película tan bien hecha, de una técnica dramática tan eficaz que arrastra hacia las salas en que se proyecta a enormes gentíos en todas las capitales occidentales. En París parece ser que está batiendo todas las marcas. La tesis del filme, como es bien sabido, consiste en presentar al presidente Kennedy como la víctima de varios asesinos, es decir, de un compló en el que no solamente la CIA, sino también el presidente Johnson (que sucedió a Kennedy), estaban implicados. Kennedy habría sido asesinado porque se disponía a buscar vías de conciliación con los cubanos y, sobre .todo, también con los vietnamitas. Esta tesis ha sido ridiculizada con una inusitada violencia por todos los comentaristas norteamericanos. Sin embargo, dado que tuve la oportunidad de mantener unas entrevistas tanto con John Kermedy como con Fidel Castro un mes antes de la muerte del primero, puedo testimoniar (y lo he hecho a petición de la televisión norteamericana) que tras la crisis de los misiles de 1962, el presidente americano estaba inquieto preguntándose cómo sería posible un compromiso con Castro (En la gran novela que acaba de dedicar a la CIA, Hartlot's Gosht, ediciones Randoom House, Norman Mailer, en su último capítulo, vuelve a publicar íntegramente mis tres artículos al respecto -páginas 1.2301.253-). Por otra parte, Jean Lacouture, tras una entrevista con Robert Kennedy, hermano de John, sacó la impresión de que la Casa Blanca, en 1963, no había tomado aún la decisión de embarcarse hasta el fondo en la cuestión vietnamita.

Es cierto, no obstante, que la tesis de Oliver Stone es difícilmente sostenible cuando acusa al presidente Johnson de haber participado en el compló o cuando habla no de intenciones, sino de comportamientos a propósito de Vietnam que están en franca contradicción con la política seguida bajo John Kennedy; los efectivos del cuerpo expedicionario norteamericano aumentaron considerablemente durante los seis meses que precedieron al asesinato. Pero, aun a riesgo de pecar de insistente, lo asombroso no es que casi 30 años después un cineasta de prestigio haya creído conveniente proponer una hipótesis bastante criticable; lo asombroso, digo, es que durante todos esos años un informe, el de la muy oficial Comisión Warren, que establecía la versión del asesino único y loco, no haya sido desmontado, sobre todo en un país en el que la libertad de prensa es total, el espíritu crítico sigue estando siempre despierto y el método histórico sigue siendo siempre riguroso. Ese informe Warren, que en su momento sirvió para tranquilizar los espíritus, constituye, con casi total seguridad, el documento más injurioso para la razón y el más contrario a la exigencia intelectual de las élites norteamericanas. Sólo Dios sabe hasta qué punto las duras críticas que se han hecho al filme de Oliver Stone se han llevado a cabo con la más brillante y libre erudición. (Léase sobre este tema el artículo de Richard Grenier en Times Litterary Supplement del 24 de enero pasado). Pero, ¿cómo explicar, cómo comprender que no haya habido nadie que se haya negado, a la hora de las críticas, a optar por la tesis, realmente exagerada, de Oliver Stone, para entrar de lleno en el escandaloso informe de la Comisión Warren? (¿Cómo una sociedad de hombres libres puede alcanzar semejante grado de consenso ante una sarta de mentiras y de supersticiones?).

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Los norteamericanos, por su parte, y con toda razón, jamás pierden la ocasión de criticar la complacencia con la que Francia se miente a sí misma cuando se trata de analizar el comportamiento de los franceses durante la ocupación o durante la guerra de Argelia. Critican con severidad este rechazo a aceptar una culpabilidad colectiva y este acuerdo tácito en torno a un mito gratificante y congregador. Sea. Pero en el caso de Estados Unidos, donde los presidentes asesinados han sido numerosos, todo sucedió como si tras la muerte de Kermedy se hubiera alzado el miedo a resucitar la trágica división norteamericana que siguió al asesinato de Abraham Linco1n en 1865. ¿Acaso no se tenía que haber dicho que una parte de la nación se reconoció en la muerte del padre? Fenómeno sociológico que causa perplejidad; no basta ser libre para delear la búsqueda de la verdad.

Así pues, Woody Allen, como Oliver Stone, como Jerry Pasa a la página siguiente Viene de la página anterior Lewis, como Faulkner, como tantos otros norteamericanos, se siente más reconocido en París que en su país. ¿Es también el caso de Francis Fukuyama, a quien Bernard Rapp se ha creído en el deber dé invitar para presentar su último libro en el programa televisivo Caracteres, y en torno al que el próximo viernes se sentarán cuatro directores franceses de otras tantas revistas? Francis Fulcuyama es ese norteamericano de origen japonés, universitario y diplomático, que se distinguió en 1989 por redactar un informe de menos de 30 páginas para el Departamento de Estado norteamericano. Sin tener ni la más remota idea del éxito que iban a conocer sus reflexiones, anunciaba que la democracia capitalista dejaba de tener ahora enemigos y qué encarnaba en consecuencia el ineluctable y fatal término de la evolución política sobre todo el planeta. Tesis que engrandecía evocando el final de la historia. Acabaría la historia en la medida en que se conociera su fin. Como el concepto de fin de la historia pertenece a la doctrina de Friedrich Hegel, ¡qué mejor oportunidad para perder el tiempo con disputas escolásticas! Se le ha reprochado a Fukuyama el no conocer para nada las tesis del filósofo alemán y el filosofar con frivolidad. A continuación se ha seguido perdiendo el tiempo oponiendo a Fukuyama la idea de que la historia no sólo no ha acabado, sino que resurge con los trances y las convulsiones del integrismo religioso y del nacionalismo. En esas condiciones sería estúpido pretender conocer su fin. Y digo que se ha perdido el tiempo porque ha habido muy escasa preocupación por saber lo que Fukuyama ha querido decir realmente. La vehemencia de lag disputas ha suscitado la ilusión. de que Japón y Estados Unidos se habían unido para engendrar al pensador del siglo: como todos los grandes pensadores, éste provoca, por supuesto, la cólera de los fariseos.

Ahora bien, Francis Fukuyama, aunque parta de referencias filosóficas limitadas, lo cierto es que es un hombre de sentido común que dice cosas simples. Afirma que el sistema comunista ya no es un modelo. ¿Quién puede negarlo? Dice también que por ello ya no, es competidor del sistema capitalista. No van a ser los rusos quienes le lleven la contraria. Dice que en el camino que conduce a la economía de mercado y a la democracia pueden encontrarse, como en el periodo que precedió al comunismo, paréntesis nacionalistas o religiosos, pero no el obstáculo mayor del colectivismo. Añade, en fin, que la, economía de mercado y la dernocracia pueden llevarse bien con la religión y el nacionalismo. Difícil ser más evidente y más trivial. A continuación, es cierto, Fukuyama saca conclusiones acerca de la esterilidad del pensamiento futuro cuando ya no esté habitado por los antagonismos que estimulan. su fecundidad. (Porque no ha sido comprendido, este norteamericano de agradable compañía y cuyo libro podría haber sido firmado por cualquiera de esos ensayistas nuestros que aparecen todos los años, se ha convertido en una especie de héroe negativo: todos se quejan de que se le ha sobreestimado). En lugar de extraer de sus observaciones cosas simples y justas, se ha pretendido ver en él cosas profundas y falacias.

Sin lugar a dudas, en el libro que nos presenta (El fin de la historia y el último hombre), Fukuyama va a proponer nuevos conceptos. Tras el sentido de la historia, querido de los marxistas, nuestro pensador propone. una lógica de la ciencia que desembocaría fatalmente en la economía de mercado. Por otra parte, el deseo de reconocimiento que se supone que caracteriza a la especie humana se desvanece en las democracias. (La lógica de la ciencia desemboca en la incesante búsqueda de satisfacción de los deseos y en la voluntad de ser reconocido; es la irresistible aspiración hacia la dignidad del hombre que no puede realizarse más que en el seno de un marco liberal).

En fin, la cuestión es saber si el optimismo histórico de que ha dado muestras Fukuyama en 1989 se ha visto desmentido por los acontecimientos que han sobrevenido al, mundo pasada la euforia de las fiestas de la libertad del Este. A lo cual Fukuyama responde con dos argumentos. El primero consiste en sostener que ninguna de las vicisitudes de la era poscomunista se presenta como una restauración del Estado autoritario. El segundo argumento afirma que su optimismo no es definitivo, ya que no debe excluirse el que los pueblos, privados del apetito de poder, sé inventen tendencias que les conduzcan hacia el caos. Cita el ejemplo de los estudiantes franceses que hicieron tambalear al régimen del general De Gaulle sin tener "razones racionales" para hacer una revolución, ya que eran, en su mayoría, los vástagos mimados de una de las sociedades más libres y más prósperas de la Tierra". Dicho de otra manera, el fin de la historia ideológica puede resucitar el comienzo de la historia irracional. Mal harían, en mi opinión, los invitados del programa si no tomaran en serio este aspecto de la reflexión de Fukuyama. Por miedo de parecer menos condescendientes que sus homólogos de las universidades norteamericanas, los intelectuales franceses corren el riesgo de subestimar un debate que es uno de los más interesantes de este fin de siglo, aunque Fukuyama no haya dicho la palabra final de la historia.

Jean Daniel es director del semanario Le Nouvel Observateur.

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