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'Infinitas', cuatro horas de tristeza rusa

La película dura tres horas y tres cuartos. Su título, lógicamente, es Infinitas. Por si esto fuera poco, trata de la tristeza de la vida empantanada y del lento y doloroso callejón sin salida que unos llaman siglo XX y otros vía crucis. Para colmo es rusa. Y por sí esto fuera poco, es buena. Mucho mejor que la francesa Céline, que también va por el lado místico. Y mucho más pesimista que la húngara Dulce Emma, querida Bobe, que asegura -y hay indicios de que no anda descaminada- que el estalinismo sigue funcionando.

El director del culebrón intelectual ruso es Marlen Chuziev, un georgiano considerado como uno de los herederos del magisterio del gran Mijaíl Romm en la cátedra del Instituto del Cine de Moscú, y que, evidentemente, sabe muchísimo de este arte, aunque ha hecho muy pocas películas. Con casi 70 años, Infinitas es su cuarto largometraje, y ha tardado 10 años en prepararlo.Se nota en la pantalla la larga meditación previa que ha conducido a la película. Dentro de Infinitas hay conocimientos enciclopédicos. Allí están, explícitamente o no, las sombras de Shakespeare, Kafka, Dostoievski, Unamuno y un largo número de referencias cinematográficas vivas, y muchas más resonancias cultas que complican el de por sí difícil seguimiento de esta película, dura de ver donde las haya.

Y sin embargo, Infinitas atrapa o acaba atrapando y el espectador sigue por su cuenta, sin rumbo, junto al desventurado protagonista de la película, acompañándole en su peregrinación por el calvario de la vida (o más bien de la muerte) rusa actual. De esta forma, la paliza -fiel a su título- se hace infinita de verdad.

Es más probable que Infinitas no sea exhibida más que en Rusia y en pequeños círculos especializados de Occidente. Su infinita duración y su infinita tristeza no caben en los códigos del consumo de cine, por lo que nos perderemos su aspecto más saludable: su pesimismo.

Pesimista se ha puesto también István Szabó, que abandonó (por suerte para todos) las opulentas y vacías superproducciones a que se acostumbró en su dorado exilio occidental -Mephísto, Coronel Redl, Cita con Venus- y ha vuelto allí de donde partió: la pequeña producción de su país, Hungría. Y aunque sigue siendo un cineasta mucho más corto de lo que parece, en su país su cine ha mejorado algo.

Dulce Emma, querida Bobe es una película sencilla y con pretensiones de dura. Szabó, que repartía caricias en Occidente, nada más volver a su casa se ha desabrochado el cinturón y ha comenzado a dar sesiones de flagelación patriótica. Szabó entra a saco en uno de estos pudrideros: la enseñanza; y saca a relucir mucha basura, y de la fina. Lo malo es que, como siempre en su cine, las intenciones son bastante mejores que los resultados.

Y finalmente, tras las negruras rusa y húngara, llegó un cromito francés, místico para mayor alegría, que fue el postre dulce de un día muy amargo. Céline es una película bonita y se ve sin fatiga. El valor y la locura de dos muchachas se arreglan en ella con yoga, karma y otras levitaciones por el estilo. Y lo que podría, con un poquito de mala uva, ser un divertido juego surrealista termina convirtiéndose en un pasatiempo mitad de pastelería y mitad de perfumería.

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