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El valenciano y otros fantasmas

El Ayuntamiento de Valencia ha decidido recientemente declarar que el valenciano es una lengua propia e independiente del catalán, ha proscrito del lenguaje oficial las "formas catalanizadas" que utilizaba el anterior equipo de gobierno y ha señalado que el "idioma valenciano" debe regirse por sus peculiares normas ortográficas. El Partido Popular, ante las presiones de su socio político, Unión Valenciana (UV), apoyó la moción.Uno recuerda al hilo de estos hechos la frase que, por boca de una de sus criaturas esperpénticas, dejó caer Valle-Inclán cuando le hizo decir aquello de que "la democracia no excluye las categorías técnicas ( ... ), señora portera". Pues bien, los señores porteros de la Unión Valenciana y del PP han pretendido desconocer aquello que la más rigurosa tradición científica ha establecido desde hace mucho tiempo, y han apostado, mayoría municipal en ristre, por la secesión ortográfica del catalán hablado en Valencia, es decir, han excluido las categorías técnicas para convertirse en legisladores de lo imposible. A mayor gloria localista, resulta que los munícipes conservadores no están totalmente de acuerdo en el asunto ortográfico: el PP es partidario de los acentos, y UV, no.

Que un partido con vocación de ser alternativa de Gobierno se haya sumado a tan demencial iniciativa no deja de ser preocupante, sobre todo cuando tanto se dice defender la unidad nacional: es evidente que medidas de este tipo son -ellas sí- separatistas. ¿Se sumará el PP mañana al establecimiento de una ortografía andaluza, pongamos por caso? El camino está ya abierto, y no hay más que seguir recorriéndolo. Se trata de declarar al catalán bajo sospecha, cosa que ya hizo el franquismo con éxito, pero por las claras, con el palo, mientras que estos ediles se acogen a argumentaciones seudocientíficas, de las que llevan años propalándose por esos pagos. ¿Será que el método del palo se guarda para mejores ocasiones?

Lo ocurrido es lamentable porque además de separatista es cutre. Enmendarles la plana a Meyer-Lübke, Von Wartburg, Amado Alonso y otros romanistas de primera fila y tomar el partido de tres o cuatro eruditos regionales y cronistas de fastos pueblerinos de nula significación científica admite mal otro calificativo. Luego vendrá, en el momento de la fiesta de la patrona o de cualquier otra conmemoración así, el numerito de la señera más valenciana que el Valencia de Agustín Lara y otros actos valencianistas de pro.

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Que en Cataluña haya también quienes cultiven sus folclores similares no justifica en absoluto estos otros de arroces, cañas y barro, sobre todo de esto último. La política lingüística de la Generalitat catalana tiene aspectos claramente censurables, derivados de la naturaleza ideológica irredentista del partido en que su Gobierno se sustenta. Sin cierta dialéctica anticastellanista, el pujolismo perdería vigor ante su clientela. No hay nacionalismo sin agravios. Pero esta retórica de fraudulentos hortelanos levantinos resulta especialmente grotesca. Valle-Inclán o Gombrowicz se hubieran relamido la lengua ante situaciones de este tipo. Patético regionalismo cutre este que trata de falsear los datos más contundentes de la romanística europea. Al menos el señor Pujol se encuentra mejor asesorado.

Uno de los momentos memorables de la historia europea lo representa, a mi juicio, el episodio protagonizado a mediados del siglo pasado por Alsacia-Lorena. Tras la guerra franco-prusiana, los diputados de este territorio de lengua alemana proclamaron solemnemente su fidelidad a Francia y se opusieron a su anexión por Alemania. Los alsacianos quebraron con maestría la visceral unión entre lengua y nación para entender ésta como la asociación libre de un conjunto de individuos, al margen de su idioma y de su cultura. Por eso, después del Tratado de Versalles, que los anexionaba a Alemania, declararon "una vez más nulo y sin efecto el pacto que dispone de nosotros sin nuestro consentimiento". Altísima racionalidad, golpe mortal a los fundamentos lingüísticos del nacionalismo (el patriotismo, aclaro, es otra cosa). Sigue teniendo vigencia. Nada tan actual como la renuncia a la utilización política de las lenguas, decisión sabia donde las haya. Aquí nos hallamos aún lejos de esa suprema objetividad de los alsacianos. Se siguen utilizando los idiomas como armas arrojadizas. Se hace en el País Vasco sobre una entelequia llamada euskera, que todos los hablantes genuinos de los dialectos califican de lengua de laboratorio, falta de la riqueza y vigor de las variedades ancestrales. Se hace en Cataluña, aun cuando las actitudes convulsas ante determinadas orientaciones del pujolismo me parece que son, a su pesar, fatalmente complementarias de él por aquello de la convergencia (con perdón) de los contrarios: Cataluña hablará siempre castellano, además de catalán, porque lo exige todo, incluido el más elemental sentido común.

En fin, la manipulación lingüística alcanza incluso a Andalucía, donde existen reivindicadores de la fonética andaluza frente a la castellana que apelan al peligroso argumento de la amenazada identidad andaluza. (Yo creo en esa identidad; sólo que es de segundo grado). Y, sin embargo, si se intentara codificar tal supuesta fonética andaluza no habría manera de llegar a un acuerdo: ¿qué sería más válido, el andaluz de Sevilla (capital) o el de Granada (capital)? ¿Y qué dirían los malagueños, por ejemplo? Todos los andaluces de mi edad guardamos amargos recuerdos de aquellos maestros que pretendían obligarnos a pronunciar rectamente y se burlaban de nuestro acento. Pero de eso a salirse por los cerros de Úbeda con reivindicaciones de irrealidades median distancias insalvables. Mientras menos normas se dicten en materia lingüística, mejor.

Con todo, el pintoresquismo de estos ediles valencianos resulta difícilmente superable. Desconocer la realidad -no nos engañemos- es un rasgo inequívocamente autoritario. Y es el autoritarismo, en efecto, el fantasma que saca la oreja por detrás de estos caballeros dispuestos a hacer tabla rasa de la romanística europea y de lo que sea preciso con tal de convertir sus dominios en coto vedado. Menudo discurso el de esta derecha regionalista. Claro que, allá por los años de la II República, diputados de la CEDA hubo que, alarmados ante las inteligentes propuestas reformistas en materia agraria de don Manuel Giménez Fernández, se manifestaron en contra diciendo aquello de que "este señor nos va a quitar las tierras a golpe de encíclicas". A la hora de la verdad, pues, ni el Papa. No cabe asombrarse, pues, demasiado de que sus herederos les enmienden la plana a Meyer-Lübke, Von Wartburg o Amado Alonso.

Miguel García-Posada es crítico literario.

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