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Un cálido 'Cuento de invierno' de Rohmer anima la Berlinale

Después de la interesante película hispano-chilena La frontera -primer largometraje dirigido por Ricardo Larráin- le llegó ayer el turno a una de las obras más esperadas de esta Berlinale: Cuento de invierno, largometraje número 20 del francés Eric Rohmer, que es una de eas películas que justifica a un festival. Fiel a sí mismo -es decir, siempre igual y, no obstante, siempre distinto-, el gran cineasta cuenta un cuento invernal lleno de calor. Y llena también de generosidad para con sus personajes y sus espectadores, que se lo agradecieron con una cerrada ovación.

Rohmer -como todos los hombres de cine que tienen algo que decir, que no son muchos- vuelve una vez más a llevarnos a su pequeño mundo superpoblado, lleno de pequeños burgueses franceses parlanchines como cotorras y que se sirven de las palabras para ocultar sus pensamientos. Y en este mundillo, dentro de esa aldea que se conoce al dedillo, el viejo, y tozudamente joven, cineasta nos cuenta otra vez el mismo cuento: una pequeña parábola sobre la vida cotidiana que finalmente nos eleva hacia las grandes cuestiones de la existencia.Esta vez el fondo del asunto es la función que los grandes mitos ejercen en los comportamientos de la gente común. Por la pantalla circula a raudales la sangre de la comedia, del melodrama, de la leyenda, del folletín y del cuento de hadas. Pero todo este barullo de modelos se convierte, contado por este maravilloso cuentista, en algo cercano y creíble que uno siente, mientras lo ve, haberlo visto ya; y mientras lo conoce, reconocerlo.

Es posible que el fondo de la visión que Rohmer tiene de la vida humana en este Cuento de invierno esté un poco más a flor de piel que en otras ocasiones -por ejemplo, Mi noche con Maud; o, casi ayer mismo, Cuento de primavera- donde el cineasta endurece un poco su amor a la gente con una ironía a veces punzante y que aquí escatima. Es muy generoso Rohmer con su protagonista, una muchacha tan absurdamente sentimental que empalagaría si no estuviese detrás de ella su crador, este observador de la vida que a medida que envejece se hace más solidario con las flaquezas de la gente. Y uno se queda con esta mujer, que conocida o reconocida en la calle, podría ser perfectamente abofeteable.

Se trata de una muchacha tan libre, pero tan contradictoria, que con desordenada libertad busca, hasta convertirlo en un mito, al hombre que acabe con ésa su libertad. De ahí la pirueta y la paradoja que esconde este amable y optimista Cuento de invierno que gira enteramente alrededor de un día de verano: nueva y bella obra de un cineasta imperfecto y enamorado de la imperfección; narración de un narrador libre y enamorado de la libertad.

Un poco antes, otro cineasta libre, el chileno Ricardo Larráin, que todavía está en proceso de aprendizaje de su oficio, presentó La frontera, película que abre caminos y que lleva dentro muchas cosas dignas de ser contadas.

Balbuceos

La película tiene mucho interés, aunque todavía le falta a su di rector sentido de la medida, ya que se excede en la duración a causa de algunos balbuceos, pro bablemente debidos a la inseguridad, que le impiden sintetizar y le hacen a veces irse por las ramas. A las dos horas de duración le sobra media. Pero lo esencial, lo que nos permite distinguir a un cineasta con identidad propia, está en ella: en la mezcla de humor y de patetismo muy bien dosificada; en la verdad que da a la pantalla la decena de excelentes intérpretes, entre los que reconocemos la voz de una actriz con puro acento español llamada Gloria Laso, que literalmente borda su personaje y hace una creación emocionante; en la atmósfera y la delicadeza con que el cineasta chileno construye lo que parece ser el último lugar humano del mundo, pariente lejano de los laberintos cotidianos de un cuento de Rohmer.

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