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Tribuna:
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El último desvarío

Es evidente que a José Antonio Gabriel y Galán, como les ocurre a tantos humillados y ofendidos que se encariñan con su desdicha, las cañas se le vuelven lanzas. Así, en su artículo de réplica a otro mío reciente (EL PAÍS, 27-1-92 y 17-1-92, respectivamente), me reprocha que me refiriera al "tono tabernario" de su primer artículo, como si lo de tabernario se lo hubiese achacado a él en persona, siendo así que yo di por supuesto que el tono en cuestión, indudablemente adoptado por él, cuyo dominio del castellano y de todos sus registros no debo poner en duda, no podía ser sino deliberado (y no meramente expresivo de su talante espontáneo) e indicio, por lo tanto, de una intención retórica que a mí se me escapaba. De un modo semejante, cuando lo describí como "vocero insolente" (y no "voceras", un término ajeno a mi vocabulario) de ciertos, no especificados, "intelectuales españoles", con lo de insolente no quise sino retomar del modo más conciso posible su queja contra los intelectuales del caso, dedicados, decía él, a comentar en voz baja cosas que "podrían considerarse impertinentes" y que él estaba dispuesto a airear sin reparo. En cuanto a lo de "bellaco", me limité a citar al Arcipreste, quien debió tener sus razones para aplicarlo al romano de marras, tan amigo de soltar puñadas. Lo único que si acaso habría que lamentar es que el estilo polémico de Gabriel y Galán me lo recordara.Mucho más desquiciado es, de todos modos, su intento de emparejarme con Corcuera basándose en el hecho de que recientemente los periódicos citaban entre comillas unas palabras pronunciadas por este último referidas, al parecer, a ciertos, no se sabe si sedicentes, pero igualmente innominados, "intelectuales españoles", y el hecho de que también yo cité entre comillas idénticas palabras de Gabriel y Galán (y acabo de hacer lo mismo unas líneas más arriba). Por lo visto el escritor extremeño está convencido de que las comillas las pronunció el propio ministro, y de ahí viene el que se las atribuya, al igual que se me deben atribuir las que yo escribí. ¡Linda manera de sugerir que también yo soy el Coco!

Lo que realmente es notable es que en su último artículo Gabriel y Galán parezca estar dispuesto a aceptar sin ningún reparo el objetivo que a mi juicio debería proponerse alcanzar el proceso de normalización del catalán que a duras penas se está iniciando en Cataluña (sigue detestando, eso sí, a la persona que hoy en día está al frente de las instituciones encargadas de llevarlo adelante, pero su irritación al respecto no me atañe). Está de acuerdo, por consiguiente, en que es justo y equitativo que los catalanes tengamos el proyecto de alcanzar para nuestra propia lengua una vigencia sin restricción alguna y en todos los ámbitos de la vida dentro de nuestro propio territorio que sea por lo menos comparable a la que tiene sin duda el castellano en la comunidad autónoma donde él vive y trabaja. Lo único que parece inquietarlo no es el objetivo en sí, sino algún aspecto de los medios puestos en obra para alcanzarlo. Por ejemplo, el que se piense que la ejecución del proyecto de normalización del catalán exige que se consiga previamente, aunque sin ejercer violencia sobre nadie, la extensión de la enseñanza en catalán y sólo en catalán en todas partes y a todos los niveles, incluido, por supuesto, el universitario. Entonces, se pregunta, "¿dónde aprenderán el castellano los catalanes?". Es curioso que a Gabriel y Galán le resulte tan difícil imaginar que eso se hará por lo menos en esas mismas escuelas donde regirá el catalán como lengua normal de enseñanza. Le di una razón para que ello ocurriera de esta manera: la económica. Al fin y al cabo, es previsible que los mercados de lengua castellana (y no sólo el español) sigan siendo importantes mucho más allá del larguísimo lapso de tiempo requerido para llevar a efecto la plena normalización del catalán. A Gabriel y Galán le desazona que su lengua sólo haya de tener cierta importancia entre los catalanes por razones económicas. Ya me lo supuse, y por eso le deparé la oportunidad de esgrimir el estereotipo del catalán interesado. Cayó en la trampa que le tendí, con el mayor candor del mundo. En lo que escribí, "cínicamente", dice él, sólo vio la intención aviesa de los catalanes de "sacamos la pasta", así, subrayado por el propio Gabriel y Galán, y no una sino dos veces. Pero, hombre, ¿de qué extraña materia cree que está hecho el mundo real? Habrá que pensar que cada vez que Gabriel y Galán acude a cobrar sus colaboraciones a la prensa (una mercancía venal como cualquier otra y que tiene precio como cualquier otra: todo depende de la calidad) no puede dejar de exorcizar su vergüenza diciéndose: "¡Jo, ya es hora de que a esos tíos les saque la pasta! ¡Pero, a mí, que no me tomen por un mercader!". Sí, señor Gabriel y Galán, puede darse el caso de que haya muchas razones, además de las económicas, por las que los catalanes nos dejemos nevar por el deseo, e incluso la necesidad, de aprender el castellano. Pero las económicas son las más ubicuas y permanentes, las más razonables y por eso mismo las que deberían inspirarle mayor confianza. Claro está que entre la razón y Gabriel y Galán tal vez no se haya cruzado jamás ni un saludo. Ello acaso se deba a que se siente a su vez acuciado por la urgencia de cumplir con el estereotipo del castellano quijotesco, esto es, mentecato (así lo dice el propio Cervantes). ¡Vaya por Dios!

A Gabriel y Galán no le queda sino aferrarse a aquello tan repetido de que Cataluña es bilingüe. Sí, Cataluña es bilingüe, por muchas razones (prácticamente todos los catalanes saben el castellano y muchos de los que sólo saben el castellano ya tienen hijos que saben el catalán, por ejemplo), pero todas ellas son accidentales, no esenciales. Y eso se debe al hecho de que las sociedades se componen de individuos libres, cuya concordia, por consiguiente, no puede ser sino accidental. Cataluña soporta una carga histórica, hecha de una acumulación de accidentes que la lleva a ser ahora, en el presente, además de secularmente catalana y sólo catalana, también bilingüe como resultado de un proceso relativamente reciente y que sólo ha culminado en los últimos 50 años. Bajo el franquismo, los energúmenos del régimen, tan alborozados ellos, pretendieron reducir el país a su esencia monolingüe española o castellana. Su alborozo demente acabó en fracaso. Sería extremadamente paradójico que, incapaces de escarmentar en cabeza ajena, los "intelectuales castellanos" del posfranquismo pretendieran encerrar a Cataluña en su esencia bilingüe. No existe semejante esencia. Como no existe ninguna esencia que fuerce a Cataluña a ser sólo catalana: la historia lo ha querido así, y la historia no da estabilidad más que a lo accidental. La normalización del catalán forma parte del proyecto accidental de vida en concordia que, al parecer, comparte hoy día la mayoría de los catalanes. Sería justo que el resto de los españoles no se entrometiera en él, ya que la decisión del asunto no les compete en absoluto.

Hacia 1510 Bartolomé de Torres Naharro, natural de, Torre de Miguel Sexmero, un lugar de Extremadura, escribió en Roma y para un público romano (español en su mayor parte) su Comedia Seraphina. Es una obra llena de encanto, notable además por el hecho de que está compuesta en cuatro lenguas distintas: el catalán (o valenciano), el castellano, el italiano y el latín. Es seguro que su autor no debió esperar a haberse establecido en Italia para civilizarse. En cualquier caso, lo que es civilizados desde el punto de vista de sus respectivas lenguas sí que lo son sus personajes. Sin ningún empacho, cada cual habla la suya y todos se entienden entre sí perfectamente. El catalán, que es la lengua de la protagonista, ocupa una quinta parte de los versos de la obra. El castellano, lengua del galán, tal vez ocupe la mitad del total. Una sola intriga desarrollada en cuatro lenguas distintas, cada una de las cuales es la propia de los respectivos personajes. ¿No valdría la pena que los españoles de hoy día nos propusiéramos representar en este país aún tan chirriante una comedia por el estilo? Cuatro lenguas, una sola acción, un solo país que podría adoptar el nombre de Serafínea (para no seguir hiriendo a aquellos a quienes el nombre de España les da arcadas) y cuyos naturales se llamarían serafinos (a la manera de los lituanos, naturales de Lituania). "¡Coñe, y cómo desvaría el catalán!".

Juan Ferraté es escritor.

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