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Una ley 'premoderna'

Considera el articulista que la denominada Ley Corcuera es cronológicamente premoderna porque es expresión de la crisis de un orden de valores, de un paradigma de racionalidad, cuya recuperación podría haber llevado a creer, ingenuamente, que se había superado el ancien regime en la política del derecho.

Al titular de Interior no le gusta el empleo de su primer apellido para identificar a la Ley Orgánica sobre Protección de la Seguridad Ciudadana (LPSC).La verdad es que tal actitud, en principio, no tiene mucho sentido, pues lo que le incomoda es un uso ampliamente extendido en la Europa de las media y, por tanto, un signo más de esa homologación que tanto le interesa. Sin embargo, resulta comprensible que aspire a difuminar, incluso en el plano semántico, paternidad tan comprometedora que, es obvio, no le corresponde de manera exclusiva.

En esta línea, lo razonable sería pedir que se hable de la ley del Gobierno, o de la mayoría parlamentaria. Pero tampoco es eso: lo que quiere es que se tome a la LPSC como ley de la democracia. Algo que, curiosamente, no se ha pretendido hasta la fecha con ninguna otra, ni siquiera de las más democratizadoras, que fueron a parar al BOE durante los años de la transición.

La singularidad de la demanda, precisamente cuando se trata de un texto tan justificadamente controvertido, merece alguna reflexión.

Es cierto que de 1975 para acá ha sido frecuente aludir al proceso en curso como democrático, e incluso a la experiencia en general como la democracia. Algo seguramente legítimo si se tiene en cuenta que se hacía por contraste con la situación política anterior. Y, con todas las insuficiencias de la corriente, es bien claro que se había salvado un abismo.

Ahora bien, al cabo de más de 15 años, dado el curso de los, y sobre todo de nuestros, acontecimientos, y ante pretensiones como la del ministro, parece necesario llevar a cabo una revisión conceptual de ese modo de operar con el lenguaje político.

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No, como he dicho, porque fuera abusivo en 1978 identificar, sobre todo emotivamente, a la Constitución con la democracia. Y tampoco porque lo sea ahora continuar haciéndolo a la vista de ciertas (tantas) formas de retrodesarrollo constitucional como se han dado y continúan produciéndose.

Punto de llegada

En esa perspectiva -y pensando en lo que haría un hipotético constituyente de hoy- se comprende que 1978 pueda ser tenido como confortable punto de llegada. Un no va más. Y cabe incluso que, si entonces pudiera haber sido contemplado desde ahora, se hubiera visto como un momento para quedarse a vivir en él.

Con todo, y para evitar usos abusivos, confusos e injustificadamente propagandísticos de un término tan serio como democracia, será bueno no perder de vista que en rigor sólo cabe referirse a ella como proceso de democratización. Sin duda, un largo proceso de incierto resultado, en el que, si se mira al modelo cultural y políticamente construido durante siglos con tanto esfuerzo y se cuentan los pasos dados y su sentido de marcha, el. ciudadano de a pie tendrá buenos motivos para inquietarse, y, desde luego, para exigir por lo menos prudencia ligüística. Un respeto.

Así las cosas, nadie discutiría que la LPSC no puede ser una ley de la democracia. Aunque sólo sea porque la democracia, por ejemplo, en la bien aceptable acuñación del ideal Estado social y democrático tomado, claro, en el sentido cabal y profundo de sus términos, tendría que ser rigurosamente incompatible con ese tipo de leyes.

Pero, ¿es siquiera la LPSC compatible con este momento del desarrollo democrático? ¿Con el que -con sus limitaciones e incluso contradicciones- se expresa en la Constitución (más o menos) vigente, e incluso en el discurso -los hechos suelen ser otra cosa- de los que dicen que desde luego lo está?

No pertenece la LPSC ciertamente al género de instrumentos que los constitucionalistas proponen como el mejor exponente de la legalidad del Estado de derecho. Y tampoco la filosofía de que se nutre la avala como tal. Con decir que lo de que las rebajas en el régimen de las garantías como medio de legítima defensa de los derechos en apuros, hasta lo de que la medida no va con la gente decente, son argumentos que se encuentran tal cual en el decreto-ley de 26 de agosto de 1975...

Principios malparados

La fórmula, bien experimentada, es en sí misma poco fiable: no en vano es éste un terreno en el que se conoció la excepción antes que la regla. Y menos aún lo es que su reutilización ahora pueda hacernos crecer en calidad de vida democrática como sin el menor sonrojo se sugiere.

Pero donde se disipa cualquier duda es cuando se entra en el examen pormenorizado del cómo y de qué manera encuentran eco en la LPSC determinados principios estructurales, estos sí, de la democracia. Sin exageración podría decirse que desde el de legalidad al de presunción de inocencia, pasando por el de proporcionalidad, el de mínima intervención, el principio del hecho y el de no incriminación de los actos contra sí mismo, no hay uno solo que allí no salga malparado, a pesar del lujo filológico de las vicisitudes literarias del texto.

Diría incluso que no es gratuito ni siquiera el dato de que la defensa del proyecto haya tenido que pasar por la demonización de todo hijo de vecino: desde los intelectuales a los periodistas, desde los jueces hasta las porteras. (Pero ¡qué manía con las porteras!).

- Tampoco es ni siquiera una ley modernizadora; aunque pueda ser clónica de un hipotético ingenio construido a base de rebañar lo peor de cada una de las distintas legislaciones europeas.

La modernidad del derecho se identifica con el proyecto ilustrado, que, incluso con sus insuficiencias en materia de garantías frente al poder, supone un punto de no retorno; un límite que es necesario franquear hacia atrás si se quiere reconstruir la genealogía y hallar la matriz práctica y teórica de los materiales de derribo con que se está montando la LPSC.

es magistrado.

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