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Desvarío

Ya sabía yo que debía andar de puntillas porque en el tema lingüístico las bofetadas suelen llevar a todas partes. Mi artículo Cataluña necesita el castellano recibe una respuesta "descarada" de Juan (Joan) Ferraté, cuyo objetivo es, según sus palabras, sacarme de quicio a mí y a mis amigos los "intelectuales españoles". Refinado principio dialéctico, sí señor. El problema para Ferraté es que sus palabras, fofas y en algunos momentos extremadamente confusas, no logran alterarme porque en lugar de racionalidad están llenas de desvarío, motivo por el cual ciertos apelativos que me dedica, como tabernarlo, bellaco o insolente, carecen de significado.No voy a perder el tiempo escribiendo un artículo para agredir personalmente a un señor tan conspicuo como Juan (Joan) Ferraté. Sorprende, sin embargo, que el tema lingüístico siga excitando tanto los ánimos, por ejemplo, en Cataluña, hasta adquirir la ofuscación de un tabú, lo que vendría a demostrar que, efectivamente, el sufrimiento de este pueblo ha sido largo y profundo. No obstante, sólo un ciego negaría que las cosas han cambiado y que el idioma catalán ya no es la víctima de nadie (si acaso de los propios catalanes); pero que si continúa la esforzada política de Pujol puede convertirse en verdugo. Al victimismo se le pasó la hora. Lo único escandaloso, en el momento actual, es aceptar con los brazos caídos que determinados políticos sigan utilizando el idioma como arma arrojadiza.

Ferraté dice que yo no entiendo la naturaleza del problema. Le repetiré que la política de normalización lingüística de la Generalitat resulta elogiable en tanto pretenda promover el catalán en su territorio. No es problema mío, si -como viene a decir Ferraté- hay muchos catalanes que no saben el catalán, y muchos no catalanes -procedentes de la inmigración- que, en su legítimo derecho, se niegan a aprenderlo, si bien habrá que considerarlos igualmente como más incultos que si fueran bilingües. La normalización debe impulsar su enseñanza, pero sin imposiciones (hay serias dudas de que no se esté confundiendo promoción con imposición). Es obvio que procesos como éstos duran a veces varias generaciones. La dificultad surge cuando se percibe (no en casos aislados, sino en el día a día y en la generalidad del tejido social) una voluntad política perfectamente diseñada, en la que el avance del catalán ha de presuponer el retroceso del castellano o español. Es como la reconquista: Pujol (vestido de Pelayo, de Alfonso VIII, de Isabel la Católica y de lo que haga falta) va comiéndose el mapa a costa del castellano, cuyo rostro cobra cada vez más el tono ceniciento de Boabdil. Tal es el núcleo del problema.

Por tanto, a Juan (Joan) Ferraté yo le diría que me parece perfecto que cada vez hable más gente y mejor el catalán. Naturalmente que Cataluña necesita el catalán, pero también necesita el castellano, aunque no fuera más que porque se trata de un país bilingüe. Una vez hechos votos por el progreso del catalán, debo decirle a mi corresponsal que mis temores con respecto al castellano en Cataluña no resultan infundados: si el presente es problemático, el futuro puede llegar a ser de desahucio. Ésta es una opinión personal, con la que probablemente coinciden muchos intelectuales españoles. Por cierto, hablando de "intelectuales españoles": qué curiosa coincidencia que, cuando se refieren a ellos, tanto el ministro Corcuera como Ferraté los entrecomillan. ¿De qué serán sospechosos estos señores? Una dosis imperfectamente calculada de mala fe le hace a Ferraté llamarme "voceras insolente de los intelectuales españoles". Nunca he sido voceras, pocas veces insolente, dudo si intelectual, y desde luego sí español. En el contexto de mi artículo se apreciaba perfectamente que al hablar de los intelectuales españoles quería referirme a los de expresión castellana. Por supuesto que, en términos rugurosos, considero absolutamente españoles a los intelectuales que se expresan en catalán, con la excepción quizá M señor Ferraté, que parece autoexcluirse de una, al menos, de estas dos condiciones.

Ferraté comenzaba su artículo refiriéndose a la posibilidad de que yo, tabernario y prepotente, pudiera ejercer la violencia física contra mis "adversarios": allí iniciaba su ya claro proceso de desvarío. En la última parte de su decepcionante texto se nos vuelve perverso (éste es de los incautos que creen que cualquiera está dotado para la provocación). Escuchen: "No es, pues, la Constitución la que garantiza la pervivencia del castellano en Cataluña, sino, entre otras muchas cosas, el hecho de que, en el ámbito español, Cataluña es un país relativamente emprendedor y diligente, y este hecho, combinado con el otro hecho de que el mercado inmediato donde los catalanes pueden sacar provecho de su diligencia es el español y lo seguirá siendo por tiempo indefinido, ya basta para asegurar la enseñanza del castellano en las escuelas catalanas". Este farragoso párrafo parece querer decir que los catalanes aprenderán español porque les es necesario para sacarnos la pasta.

Tal es, en resumen, la filosofía del intelectual Ferraté con respecto al tema lingüístico. Esto no es descaro, como usted dice, sino desvarío. Lo siento por usted, pero me temo que buena parte de sus admiradores se le van a dar de baja al comprobar su escaso bagaje discursivo. ¿Y me pide que no me inquiete ante palabrería semejante? ¿Es éste su concepto de la concordia lingüística o es que no está de acuerdo con que Cataluña sea bilingüe? ¿No tengo motivos de desasosiego cuando le leo que es preciso que la enseñanza se lleve a cabo "sin violentar a nadie, en todas partes y a todos los niveles en catalán y sólo en catalán". ¿Dónde se estudiará y se aprenderá el castellano entonces? ¿Dónde aprenderán el castellano los catalanes -tan cínicamente caricaturizados por usted- para sacarnos la pasta?

En mi artículo anterior, yo abogaba por una elemental coexistencia pacífica. Sigo diciendo que un ciudadano de Cataluña que sepa catalán y castellano es más rico culturalmente que aquél que sólo sepa catalán. Sigo diciendo que la política reduccionista del castellano propiciada por Jordi Pujol es un mal para Cataluña, que, efectivamente, además de ser un país emprendedor y diligente, es abierto, como lo ha demostrado en los mejores momentos de su historia; pero a veces le aparecen en la piel como raros sarpullidos de autarquía, y entonces, a ojos vistas, se va empequeñeciendo, hundiéndose en una anemia que no es propia de su corpulencia. Si la política de normalización se hace en detrimento del castellano, será un signo claramente demostrativo de que están surgiendo los dichosos sarpullidos. Como primera providencia, prescinda usted de la dosis pujolista que estaba tomandoda diario.

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