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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Muerte en Cuba

EN LAS próximas horas, o quizá días, podrían ser ejecutadas en La Habana 10 personas, tres de ellas por haber entrado ilegalmente en la isla con presuntas intenciones terroristas y siete por la muerte de tres policías en el intento de huir de Cuba. Hubo un tiempo en el que la Cuba de Fidel Castro fue la moral revolucionaria de Latinoamérica. La Habana significaba entonces la mala conciencia del estado de injusticia política, social y económica en que estaba sumido el continente. Su actitud fue una permanente denuncia contra el doble rasero político de Estados Unidos, dedicado a proteger la libertad en su país a base de rodearse de un cordón sanitario de dictaduras militares. La lucha de Cuba mereció entonces respeto y solidaridad, tanto colectiva como individual.Pero también fueron esos los momentos en los que tal destino mesiánico y la lucha por defenderlo a la fuerza en solitario se solidificaron y fueron reiteradamente invocados por sus protagonistas para justificar lo injustificable: la tiranía permanente de un régimen que ha necesitado de la dureza y la represión para sobrevivir. El sistema socialista con el que Castro intentó sacar a la isla del marasmo en que la había sumido la corrupción e ineficacia del régimen de Batista no fue capaz de crear riqueza. De poco valía acusar a Washington de estar estrangulando a La Habana; la generosidad de Moscú compensé artificialmente el cercó capitalista, por lo que, pese a los millones de dólares invertidos, la economía cubana no ha tenido un crecimiento sostenido. Ahora, el socialismo real se ha desmoronado en casi todo el mundo, la bipolaridad en la que Cuba prosperó ha desaparecido y el régimen de Fidel Castro, envejecido, parece dar las últimas boqueadas. Es comprensible que el aparato castrista pretenda mantenerse en el poder hasta el final, y es innegable que dispone para ello de adhesiones interiores considerables, arropadas en la dignidad recuperada, que pueden alimentar un cierto numantinismo. Por ello sería bueno ayudar al régimen cubano a embarcarse en una transición razonable que permita devolver a los cubanos la libertad sin traumas excesivos, sin revanchas, sin derramamiento de sangre. Forma parte del terreno de la lógica que el Gobierno de La Habana utilice, por una parte, un lenguaje cargado de radicalismo revolucionario ("patria o muerte") mientras que, paralelamente, busca los apoyos necesarios desde el pragmatismo (inversiones capitalistas "siempre que no sean subvertidos los principios de la economía dirigida").

Sin embargo, entra en el campo de la aberración la utilización de la pena de muerte como método -postrero- de represión política. El Congreso del Partido Comunista concluyó recientemente sin que las reformas se palpen en la vida cotidiana de los cubanos. Los tímidos intentos de oposición (la modesta actitud de la poetisa María Elena Cruz Varela, a la que "el pueblo" repudió, obligando a tragarse sus poemas) han sido recibidos con violencia, cuando no con sentencias fr muerte. Raúl Castro, hermano del comandante, amenaza con reinstaurar los tribunales revolucionarios de la primera hora; anuncia un baño de sangre si acorralan a un régimen del que, cada día que pasa quedan menos señas de referencia. Morirán antes que ceder.

En su lecho de muerte, Franco mandó fusilar a sus opositores; pero la sangre derramada no impidió su propia muerte ni la estrepitosa caída del sistema político que creía haber atado y bien atado para siempre.

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