Millares esencial
Hace ya cerca de dos décadas, en 1975, otra gran retrospectiva sobre la obra de Manolo Millares inauguró las nuevas salas de exposiciones temporales del Museo Español de Arte Contemporáneo. Homenaje obligado al gran artista canario, prematuramente fallecido apenas tres años antes, la muestra fue también antecedente de lo que después ha ido componiendo un largo proceso de revisión de las figuras esenciales en la memoria de nuestras vanguardias posteriores a la guerra. Podríamos, en consecuencia, preguntarnos sobre el sentido profundo que justifica un proyecto como el que nos propone esta nueva confrontación de la figura de Millares en el Reina Sofia.Junto al hecho de la distancia temporal entre ambas muestras, ya cercana a la de un relevo generacional, existen, pienso, otras razones elocuentes en un caso como el de Manolo Millares. La imagen cerrada que conforma toda trayectoria que se interrumpe bruscamente en el momento de plew esplendor tiende a alentar en el tiempo la aureola del mito, un filtro sacralizador que actúa, en igual medida, a favor y en contra de quien lo soporta. La condición de mito confiere, desde luego, una dimensión incuestionable a la imagen. de un artista, pero, a través de ella, aleja también de nosotros su significación verdadera, que queda desdibujada entre los vapores de la leyenda. Una muestra homenaje como la del MEAC, inmediata a la propia desaparición del artista, actúa de hecho como detonante real de esa sacralización, y todo encuentro parcial posterior con su obra, lejos de contradecir su aureola, tiende a reforzarla, aplazando, de hecho, indefinidamente la prueba de fuego capaz de avalar objetivamente su valía.
Manolo Millares
Museo nacional Centro de ArteReina Sofía Santa Isabel, 62. Madrid. Hasta el 16 de marzo.
De ahí, a mi juicio, la oportunidad de esta nueva revisión. de la obra de Millares, desde la capacidad de objetivación queimpone la distancia y el paisaje dibujado por otros balances de su contexto generacional. Y no, desde luego, porque se plantearan dudas sobre la talla colosal de su aportación, sino porque resultaba obligado 'Poner las cosas en su sitio verdadero.
En este caso, la retrospectiva ha tendido a circunscribirse a los periodos definidos por ese material emblemático que en su caso fue la arpillera, obviando la etapa inicial de su trayectoria. Tan sólo se mantiene a modo de pórtico -demasiado escueto para mi gusto-, una selección de sus tempranas exploraciones abstractas de los primeros cincuenta. Con todo, no parece necesariamente incoherente la opción de centrarse, sin más, en el Millares histórico, dado que es aquél también que sustenta su mito y en el que ha de calibrarse el alcance exactode su significación. Ese Millares fundamental abarca un periodo de tiempo bastante limitado, apenas 16 años, y se intórrumpe radicalmente en un momento de franca transformación -no de ruptura absoluta- en el desarrollo de su lenguaje.
Ello nos enfrenta a un fenómeno singular, a un proceso nítidamente delimitado y aislado en sí mismo, que comienza con la gestación de un lenguaje específico, nos define su itinerario de maduración, y alcanza su pleno esplendor, concluyendo justo cuando comienza a manifestar la necesidad de explorar territorios colindantes que le permitan escapar al riesgo de reiteración manierista del propio discurso. La peculiaridad del caso reside, precisamente, en la unidad específica de ese proceso, que define muy pronto sus coordenadas esenciales y las conduce a través de una evolución radical y coherente, sin desviaciones significativas, hasta sus conclusiones últimas.
Mortajas de momias
Se ha discutido con fre cuencia sobre la deuda que Millares mantendría con el pintor italiano Alberto Burri, quien ya empleara la arpillera en la primera década de los cincuenta, y también se ha insistido, como detonante primero de ese material definitivo, en el impacto que causaran en Millares las mortajas de las momias guanches. En cualquier caso, la cuestión resulta intrascendente. Tal como refleja la muestra, si hay alguna coincidencia con Burri, ésta queda limitada a alguna entre las arpilleras iniciales, que ya entonces tienden mayoritariamente a decantarsé, en un periodo de apenas dos años, en la línea de austero despojamiento y condensación dramática que ha de desembocar, con la dialéctica fondo figura definida por la torsión en volumen de la materia textil, en la voz esencial de la obra de Millares.Resultan evidentes distintos momentos, netamente diferenciados, en la evolución de esa voz personal, ya vengan marcados por la incorporación de nuevos elementos objetuales, ya por el mismo constraste entre la violencia aparentemente más inmediata de la primera mitad de los sesenta y la refinada sensualidad que matiza su discurso visceral a finales de la década.
Y, sin embargo, sigue siendo un sentimiento de íntima unidad interior el que se, impone, más allá de cualquier matiz, en esta visión integral y distanciada de la obra de Millares, unidad que puede incluso sorprender por su dureza y que, en el devenir de su evolución, no altera cualitativamente los factores que componen su identidad. Así, en las maneras desgarradas del principio palpita una secreta elegancia, idéntica a la que, aflorando finalmente a la piel del lenguaje, no diluye en modo alguno la intensidad de esa magistral disección que Millares realizó sobre la condición trágica de nuestra estirpe.
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