Viaje alucinante
El metro es la casa común de los desheredados y los pragmáticos. Un crucero por el subterráneo madrileño se convierte en un viaje por el subsuelo de la picaresca y la ternura, sobre todo en Navidad. En estas fechas se hacen aún más patentes la necesidad y la miseria; muchos indigentes crónicos u ocasionales bajan allí a buscarse la vida. Los pícaros se disputan la candidez; los artistas ambulantes, la sensibilidad; los mendigos, la caridad. Hay una ruda competencia que perjudica siempre a los más débiles y a los más sinceros.A las horas punta manejan el cotarro carteristas y tocadores de culos, dos especialidades dispares que a veces llegan a confundirse. La cohorte mendicante aparece a media mañana. Es un buen momento para que ejerciten su retórica los relatores de desdichas. El auditorio es fugaz e imprevisible: amas de casa, militares sin graduación, monjas, estudiantes, inclasificables y desocupados peripatéticos. Una gitana portuguesa, cobijada tras su acordeón, recita de carrerilla desgracias familiares; luego, interpreta un villancico heterodoxo y desganado. Un ciudadano de talante patético y mirada turbia se confiesa enfermo del sida, padre de familia y parado. Un individuo cetrino pregona que ha salido hoy de Carabanchel y precisa dinero para la vuelta a casa. Una joven envejecida y lejana narra en lenguaje lacónico cómo ha de mantener a sus hermanos. Un borrachín dicharachero provoca la hilaridad en el vagón con este discurso: "Señoras y señores, yo no pido para comer; yo pido para beber y bebo para olvidar".
Este último es quien concita más entusiasmo a la hora de pasar la gorra. Los otros, los tristes, los desesperados y los vergonzantes, lo tienen más difícil. Sólo les amparan las impresionables marujas o un grupo de coleguillas que van fumándose un peta, y que, además de soltar unas monedas, tienen palabras de aliento para los que sufren. Desde el buscón Don Pablos hasta aquí la vida sigue igual.
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