España, Europa y el Mediterráneo
La Conferencia de Paz para Oriente Próximo, celebrada recientemente en Madrid, fue para España el primer gran acto de 1992, si por ese aniversario mítico entendemos algo más que celebraciones en torno a descubrimientos o expulsiones. La conferencia supuso para este país el coronamiento de un largo proceso -del cual su participación en el esfuerzo occidental contra Sadam Husein, asumiendo así compromisos internacionales que la sociedad española difícilmente aceptaba asumir hasta entonces, fue una etapa vital- de sincronización de nuestras estructuras institucionales y de política exterior con las de Occidente.Pero el hecho de que tanto árabes como israelíes aceptaran que Madrid se convierta en la sede del tan delicado y difícil esfuerzo diplomático que supuso la Conferencia de Paz significa que España supo definir una línea de política exterior suficientemente sutil y matizada como para inspirar confianza en todas las partes de este trágico conflicto, así como de las dos superpotencias.
La transición política que empezó con la muerte de Franco, el dinamismo de la economía española, la proyección internacional de la nueva España y el aparentemente notable cambio de las costumbres y actitudes españolas han cambiado la imagen internacional de España. El éxito logístico e incluso político de la Conferencia de Paz es uno de los mejores ejemplos que se nos han presentado en los últimos años de esta nueva imagen de madurez política y de eficacia de la nueva España. Más aún, en torno a la conferencia fue posible notar en el conjunto de la sociedad española un amplio consenso y un notable grado de orgullo nacional e incluso de patriotismo, por el gran éxito que supuso para España este magno acontecimiento.
Los países y pueblos de Oriente Próximo empiezan ahora una larga andadura que esperemos les conduzca a una paz de compromiso y de bienestar en unas tierras que han conocido demasiadas guerras. ¿Y España? ¿Puede el anfitrión de la conferencia seguir jugando el papel que le corresponde en la solución de este conflicto, limitándose exclusivamente al marco de la Comunidad Europea? No sería inoportuno recordar que el prestigio adquirido por España en la conferencia, el diálogo privilegiado que sus líderes mantienen con árabes e israelíes y la proyección mediterránea de la política española son hoy elementos diferenciales que España tiene con la mayoría de los países comunitarios.
El marco comunitario seguirá siendo seguramente el ámbito principal para la expresión del interés español por el conflicto árabe-israelí. Pero, al mismo tiempo, la especial postura española y el peso del legado judío y árabe en su historia le dan un lugar privilegiado en este gran contexto político.
Esto no significa, claro está, que España tenga que sacrificar su vocación europeísta y su visión de una Europa más políticamente unida para poder jugar el mayor papel que le corresponde en su espacio estratégico vital, el Mediterráneo. Pero sí significa que, tanto la sociedad española como sus gobernantes necesitan elaborar un equilibrio de esfuerzos y voluntades que permita a España mantener un lugar privilegiado en el Mediterráneo, al mismo tiempo que se lanza con admirable ilusión a una política de unidad europea, cuyos resultados son por ahora inciertos. Puede ser que la gran ilusión europeísta de los últimos años nos haya llevado a todos a un cierto abandono de nuestras raíces y vinculaciones a nuestro patio trasero, el Mediterráneo.
Es aquí donde residen nuestros mayores y más urgentes desafíos: la inmigración y sus difíciles consecuencias sobre el conjunto de la sociedad española y su economía; la necesidad de elaborar un sistema de cooperación y seguridad en la cuenca mediterránea que sea capaz de contener los riesgos de la inestabilidad, el subdesarrollo y el preocupante fenómeno del fundamentalismo, y las posibles consecuencias adversas que puede tener para el Magreb y, en definitiva, para España, la persistencia o incluso radicalización del conflicto árabe-israelí.
El delicado y positivo equilibrio en las relaciones políticas y económicas que España mantiene con los países del Magreb, su ponderado protagonismo en la elaboración de mecanismos destinados a resolver el conflicto árabe-israelí y su estrategia de cooperación mediterránea, tal y como está reflejada en el proyecto hispano-italiano de una conferencia de seguridad y cooperación en el Mediterráneo, son pruebas fehacientes de que el Gobierno español no ha sacrificado sus intereses mediterráneos en aras de su vocación europea.
Pero este equilibrio político del Gobierno necesita el respaldo de la sociedad civil. La sociedad española se ha volcado hacia Europa, a veces olvidando que es desde su patio trasero, el Mediterráneo, de donde se le pueden exigir las respuestas más urgentes a desafíos inmediatos. Es necesario que la sociedad española y su sistema universitario, tanto de enseñanza como a través de institutos de investigación de las sociedades mediterráneas, elaboren mecanismos de mentalización y de acumulación de conocimientos y sensibilidades en torno a los desafíos que nos presente el Mediterráneo. Es necesario un mayor conocimiento de los procesos demográficos y migratorios de la cuenca mediterránea, de sus sistemas y estructuras políticas, de sus corrientes religiosas y de sus potencialidades económicas.
España es la frontera de Europa con todo un mundo cuya consolidación definitiva es aún muy incierta, pero que al mismo tiempo es parte integral de nuestra identidad. Asimismo es, entre las naciones europeas, una de las más ricas en la variedad de sus raíces y de sus referencias de identidad. No podemos olvidar, más aún hoy, en vísperas del 92 que la gran herencia judeo-española, así como las huellas de la influencia árabe en la Península, son elementos que nos obligan a construir un futuro sobre la base de ese gran pasado de aportaciones mutuas entre las tres grandes culturas de la cuenca mediterránea. El Mediterráneo no es, pues, sólo un espacio estratégico por el cual es necesario preocuparse; es también un signo de identidad, una referencia de raíces culturales e históricas. Europa, sí; pero sin dar las espaldas al Mediterráneo.
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