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Mujeres con causa

Xavier Vidal-Folch

"Tú nos has querido. Nosotros te hemos querido a tí. Estamos en paz". Tan bellamente así despedía el dramaturgo Josep Maria Benet i Jornet a la escritora Montserrat Roig. Hablaba por todos, ungiendo la reconciliación con la muerte, tan insultante y con tanta razón denostada: se había infiltrado en 45 años de empuje vital y de deslumbrada y continua sorpresa por todo aquello que se mueve. Era lunes, sol y frío, en el cementerio barcelonés acodado sobre la montaña mítica de Montjuïc. Pasan las horas desde entonces. Y se decanta la emoción desde la moviola de los recuerdos, las apretadas presencias -populares y poderosas- en la hora del adiós, el vértigo del, agujero en las filas de una generación tan próxima.

En el momento del balance, el último viaje de Montserrat Roig reverbera como tiro de gracia de una ráfaga, que ayer cortaba el aliento de Maria Aurèlia Capmany y anteayer, como quien dice, se cernía sobre Mercè Rodoreda.

Tres escritoras, tres mujeres con causa. Tres levas también. Una, Rodoreda, la creadora de La plaça del Diamant, El carrer de les Camèlies, Mirall Trencat, reconstruyó exacta y dulcemente, tras el visillo de la memoria derrotada, la Cataluña republicana del pueblo menudo y los barrios menestrales. Le puso nombre de joven mujer anónima, Colometa. Le dibujó unos ojos enormemente, abiertos por la gran sacudida civil. Y perfumó sus páginas con esencias de verbena, mar y libertad, lejos -aunque sin ignorarlas-, de sacristías, albaranes y reboticas. Aprendimos en ella la belleza de los. vencidos. Comprendimos el sabor amargo de su tragedia, pespunteada sin afán de desquite, un drama profundamente humano que al cabo tampoco era tan dispar a la lenta consumición de alguna casta victoriosa, como el entorno de la Teresa Valldaura de Mirall trencat.

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Silenciosa, huidiza, delicada, como nos la explica Castellet en sus escenarios memorialísticos -"guardaba el secreto de todo lo que, la concernía, ella misma se había convertido en secreto"-, la Rodoreda tuvo la firmeza de salvar las palabras desde el largo exilio, recuperar el nombre exacto de las cosas en la lengua prohibida y sometida. De puntillas agitó, desde lejos, aquel universo cultural semiconcentracionario de la Barcelona de los últimos cincuenta, y alimentó el despegue de lectura en los primero s sesenta milagrosos. Le bastó para ello juntar palabras sin renunciar a nada. Pronto fue la más leída, catapultando así la púber existencia resistencial de proyectos editoriales. como el Club dels Novellistes desde las catacurnabas a los quioscos. Rodoreda publicó poco, y excelente. Construyó el mundo literario más sólido, circular y convincente de la novelística catalana en esta segunda mitad de siglo, junto con el de Lloreno; Villalonga. Ambos periféricos, mujer ella, mallorquín él, ambos gozo y honor de una literatura con todas las letras.

La vieja dama digna era el soplo delicado e intimista que venía de! exilio e insuflaba hálito de liberalismo cultural de largo alcance a las nuevas generaciones, huérfanas de respiro y sensibilidad. Si Rodoreda era, y es, la brisa que ventea las cenizas del gran enfrentamiento y así las cicatriza, Maria Aurèlia Capmany irrumpió más o menos por las mismas fechas como un huracán que levanta las miserias impuestas por una dictadura ágrafa. Su extensa obra abarca una cincuentena de títulos y se despliega en los géneros y subgéneros más variados. Novelista de éxito en Un lloc entre els morts, Feliçment sóc una dona, y muchas otras, traductora, adaptadora, escritora para niños y mayores, cultivó. el ensayo histórico, sociológico y feminista.

. Del torrente y las iniciativas de Maria Aurèlia casi todos han, bebido. De ese caudal, destaca un flujo modesto y lateral, ¿menor?: la producción escénica., El teatro de la Capmany es de agitación y ternura -aquella reivindicación de Francesc Layret, el abogado/líder sindical firme y moderado, aquél Vent de garbí--, y de pedagogía activa. Maria Aurèlia fue alma mater. Alma del renacimiento cultural de los sesenta barceloneses y matér, al heterodoxo modo, de generaciones ávidas. Se implicó, y como, en aquel semillero de la escuela Adrià Gual, con Ricard Salvat y tantos otros, con el banderín de enganche de Salvador Espriu y del mejor teatro europeo. De ese humus acabó germinando algo de lo más significativo de la escena de hoy en esta tierra, el Teatre Lliure de Fabià Puigserver y Lluís Pasqual pero también Els Joglars e incluso Flotats. Su apuesta, cívico-cultural le llevó a la toma de partido en las filas socialistas. Como Rodoreda, compromiso y ternura. Aquél, revestido de un verso ácido y polémico. Ésta, disfrazada a veces tras una risa contagiosa y estentórea, inconfundible. Una risa de esas que dejan estela.

Montserrat Roig era la más roja de estas tres mujeres con causa. Como ellas, noveló. Noveló en mujer y en novelista. Esculpió con gubia agridulce el horizonte nada lejano de las burguesas del ensanche barcelonés: Molta roba i poc sabó, Ramona, adéu. Lloró su chata proximidad y vertió cariño encendido e incendiario sobre abuelas agotadas, madres-súbditas constreñidas a llevar la máscara del ama de casa y ciudadanas-hijas, su propio grupo generacional, el del Sindicato de Estudiantes y de aquel PSUC que entonces era algo más -siempre todo es algo más, en Cataluña, corno el Barça- que un partido comunista: un microcosmos de cultura democrática alternativa.

Ciudadana de su tiempo, supo utilizar todos los recursos técnicos (los audiovisuales) y personales (una belleza agresiva y cálida al tiempo, una sensibilidad rápida y aguda), exprimiéndolos con éxito, como en sus series de entrevistas televisivas. Asombrada por lo nuevo, como quintaesencia Gabriel García Márquez la actitud vital y moral del verdadero periodismo, la Roig faenó de excelente articulista. Y de reportera de primer orden. Su trabajo de investigación Catalans als camps nazis es lectura de obligada recomendación para este tiempo de desmemoriados recalcitrantes y manual de periodismo de la mejor ley.

Rodoreda, Capmany y Roig son tres barcelonesas de distinto talante, filiación y valores literarios, pero las tres se agavillan en la idea común de una Cataluña civil, abierta y avanada. Una Cataluña refractaria a las cursiladas del romanticismo historicista tan en boga, a la abusiva tendencia al monocultivo poético y al esclerótico deporte de la autocomplacencia nacional. Las tres dibujan un abigarrado friso de la mujer contemporánea, muy lejos de esa patraña de la literatura femenina, el gueto de la mediocridad. Ellas nos ofrecen aquello con lo que las grandes mujeres contribuyen a la construcción de una cultura: compromiso y ternura, el olor del pan y el sabor del sueño.

Quizás tenga razón Benet i Jomet cuando consuela: "Estamos en paz". Pero resulta imposible convencerse íntimamente de que no seguimos en deuda: ahí están sus páginas para recordárnosla.

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