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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La revuelta de las clases medias

PARÍS HA sido la ciudad de las revueltas izquierdistas en la 'Mitología contemporánea, pero en los últimos 10 años la capital francesa se ha convertido en escenario de un rosario de manifestaciones airadas de quienes tradicionalmente han elegido la pasividad política, las clases medias. El pasado domingo, 250.000 médicos y personal sanitario de todo tipo, público y privado y de todas las categorías:, desfilaron para proteslar por el recorte en los gastos de salud anunciados por el Gobierno socialista de Edith Cresson. Venían a añadirse a los 150.000 agricultores que hicieron lo propio en septiembre para expresar su protesta por la política agrícola de la Comunidad Europea, o al 1,5 millones de ciudadanos que salieron en junio de 1984 a defender la escuela privada.Hay algo específicamente francés en estas manifestaciones que trastorna las imágenes mitificadas del país vecino. Los socialistas llevan un decenio largo en el poder, salvo el paréntesis de 1986 a 1988, cuando hubo cohabitación entre un Gobierno de derechas y un,presidente de la República socialista. A diferencia de sus correligionarios del resto de Europa, los socialistas franceses intentaron aplicar, en un primer momento, un programa concienzudamente socialista, intervencionista, con nacionalizaciones y con una amplísima aplicación de la filosofia del servicio público a todos los terrenos de la actividad, desde la escuela y la sanidad hasta los medios de comunicación. Su empecinamiento ideológico tenía, además, algo de crepuscular: se empeñaban en hacer realidad ideas periclitadas en el mismo momento en que sus propios correligionarios aplicaban, en España sin ir más lejos, políticas mucho menos dogmáticas.

La sociedad francesa les está pasando ahora la cuenta, y no es extraño que a la hora de cobrar la factura se añadan a la cola de los acreedores tanto los fascistas en alza de Le Pen como los comunistas en decadencia de Georges Marchais, como sucedió en la manifestación de trabajadores y profesionales de la sanidad de este domingo o en la de los agricultores del pasado mes de septiembre.

Pero además del fenómeno francés hay algo que responde a un movimiento de mayor, alcance que atraviesa todas las sociedades occidentales. No basta ya la respuesta del loro que halla en todos los fenómenos de populismo interclasista un correlato a la desaparición del comunismo y quién sabe si, a la vez,, una no confesada complacencia en el retorno de los viejos demonios familiares de la Europa de entreguerras. El antisemitismo, la xenofobia y el chovinismo reaparecen -parecen decir estos nostálgicos de la catástrofe- por culpa" de la irresponsable aniquilación del viejo guardia de la porra de la guerra fría. Todo brote de movilización populista queda asimilado también, a un esquema conocido: el de los camioneros huelguistas que precedieron a Pinochet en el golpe de Estado contra Salvador Allende, el uamo qualunque que vino a suceder al fascismo de Mussolini en la Italia de posguerra, o el pouJadismo- que agrupó a los comerciantes franceses en los años cincuenta.

Después de unos años de prosperidad y de euforia, de entronización del beneficio como valor sin límités y de exaltación de sus monaguillos, los yuppies, las sociedades occidentales han entrado en una nueva época en la que han empezado a desvanecerse muchas certezas sobre el futuro. En primer lugar, el desguace del Estado de bienestar está llegando ya a las clases medias en temas claves como la sanidad, la escuela, la seguridad ciudadana o los transportes públicos. En segundo lugar, las dificultades- de rea.ctivación del crecimiento económico han congela do -también la capacidad adquisitiva de los medio-ricos de los años ochenta. Este malestar encuentra un terreno para cristalizar en forma de crispación en la profunda confusión en que se hallan sumidas nuestras sociedades, empezando por sus dirigentes políticos e intelectuales, ante la desaparición de todas las fórmulas y el derrumbe de todos los muros ideológicos, sin que les sustituya otra cosa más que los buenos deseos y el vacío.

La revuelta de las clases medias -implícita en nuestras patrullas antidroga y en el voto a David Duke en Luisiana, en las manifestaciones francesas y en la deriva tiltraderechista austríaca- no es fascismo, o no es todavía fascismo, ni fascistas son quienes las protagonizan -ciudadanos honestos y demócratas en su gran mayoría, abrumados por las dificultades de la existencia-, pero son un anuncio a plazo si nuestras sociedades no empiezan a hallar remedios efectivos a sus numerosos desajustes y a los sufrimientos o incomodidades que de ellos se derivan.

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