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Reportaje:

Un caso perdido

Bangladesh, un reto de vida diario entre la miseria y los ciclones

Juan Jesús Aznárez

Llueve de madrugada sobre Dhaka cuando el tren de la compañía nacional de ferrocarriles atraviesa los inmundos arrabales de la capital de Bangladesh y enfila hacia Chittagong, donde la diarrea y la desnutrición cavan nuevas fosas en esta nación encharcada y misera. Medio año después de las inundaciones que agregaron más de 140.000 muertos al calamitoso obituario nacional, los pobres y analfabetos de Bangladesh han levantado nuevas chozas de barro, y no se mueren de golpe, sino poco a poco.

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El Gobierno de esta quebradiza democracia asiática parece dar palos de ciego y sus planes de desarrollo apenas si logran pacificar los estercoleros de sus principales ciudades, donde los cuervos y los parias se disputan las asquerosas sobras.El antiguo secretario de Estado norteamericano Henry Kissinger comentó en una ocasión que este país, que perdió 2.500 millones de dólares en el último desastre, era un caso perdido. Cinco días de estancia en poblaciones que inundan los poderosos ciclones de la bahía de Bengala y ahogan el drenado de las aguas del Himalaya y los ríos que llegan de la India son suficientes para coincidir en gran parte con el amargo pronóstico del político estadounidense.

El director del Banco Mundial en Dhaka, Robert Willoughby, asegura que "el Gobierno no dispone de más ayuda para los planes de rehabilitación porque no la pide. En los sectores de salud y educación les hemos proporcionado toda la financiación susceptible de poder ser manejada adecuadamente".

El ministro de Finanzas, Saifur Rahaman, se queja de la condicionalidad de los préstamos, aunque reconoce también que el descontrol de los recursos ha impedido un mayor crecimiento. La ineficacia e ineptitud oficiales para rentabilizar los 22.000 millones de dólares de ayuda exterior recibidos a lo largo de 20 años han sido más dañinas que los desbordamientos, los huracanes o las olas gigantes que dejaron sin hogar hace seis meses a nueve millones de personas.

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Después de entrevistas con altos cargos públicos, responsables de proyectos, damnificados y la observación de la deprimente realidad nacional, no parece realista confiar en un futuro sustancialmente mejor a corto o medio plazo para los 120 millones de habitantes de este país mayoritariamente musulmán, independiente desde 1971, con cerca del 20% de los niños muriéndose antes de cumplir los cinco años y con una densidad demográfica de 1.000 personas por kilómetro cuadrado.Cualquiera de los miles de inquilinos que cada día amanecen en habitáculos de un metro de altura alineados como esteras en los suburbios de la capital, junto a los raíles de la estación ferroviaria, posiblemente cambiaría su mugrienta morada por la cuadra de una vaca holandesa o un aprisco invernal en Occidente.

En la calle principal de Dhaka, con un tráfico tan caótico como la situación del país, un establecimiento de luminarias mortecinas anuncia curas de adelgazamiento. La clientela del centro de belleza Cleopatra es por fuerza reducida en una nación de poco más del equivalente a 10.000 pesetas de renta anual per cápita al cambio, un analfabetismo del 80%, cerca del 30% de desempleados y alarmantes noticias de refugiados muriéndose de hambre en el Norte.

El paro encubierto supera ampliamente las cifras oficiales y sólo en la capital medio millón de sus cinco millones de habitantes, se ganan la vida transportando viajeros en triciclos encapotados.

Calamidades

Ha diluviado durante seis horas sobre una campiña verde y magnífica, ininterrumpidamente bella durante más de 400 kilometros de regadío incontrolado, y el tren que nos lleva a Chittagong para observar los proyectos de desarrollo promovidos por el Banco Asiático de Desarrollo se detiene en una estación donde los niños pedigüeños, desnudos y sucios, son apartados por la policía a gritos, cuando no a golpes de vara.Además de financiar, por primera vez en Bangladesh, una fábrica textil en manos privadas que da trabajo a medio millar de personas, la entidad ha promocionado cooperativas y asistencia técnica. Son meritorias gotas de agua en un desierto.

Setecientos kilómetros al noroeste de Chittagong, en Baraigai, Nurun Nanda, de 35 años de edad, viuda, que ganaba el equivalente a 50 pesetas al día como criada, ha pedido prestadas 7.000 pesetas a la cooperativa y ha comprado 300 polluelos por .5.000. Al mes, los vendió por 10.000. Sus ganancias son importantes, pero posiblemente nunca le permitirán cambiar su chabola rural por un piso en la capital, Dhaka.

Como esta viuda que presenta con orgullo su éxito, otros campesinos aprenden en Fulsho, Tantipara o Baksail a resistir mejor las catástrofes naturales a las que tan acostumbrados están. Pasarán, sin embargo, varias décadas antes de que Bangladesh, cuya política tampoco acaba de estabilizarse, pueda presentar en su subdesarrollo una imagen de decencia y esperanza.

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