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Carta abierta al ministro del Interior

Señor ministro: en estos días está siendo usted un protagonista sonoro de nuestra vida pública: Parlamento, radio, televisión, prensa recogen sus palabras o hablan de usted incesantemente. Y no es para menos: se encuentra en el momento decisivo para el resultado esencial de la cruzada que ha emprendido: la que conduce a la aprobación y puesta en práctica de la Ley de Seguridad Ciudadana; es una importante ley, y es mucho lo que se le teme y se espera de ella; la gente está (estamos) sobre ascuas; la pasión, se desborda, y usted aparece siempre en el centro de las polémicas.Quiero darle una explicación, antes de seguir adelante, por tratarle de usted; en una carta personal, aunque se ocupara de graves asuntos públicos, o en una conversación, usted y yo nos trataríamos de tú, como ha sucedido otras veces, y nada ha ocurrido que haya hecho disminuir nuestra confianza personal. Pero ésta es una carta abierta, pública, dirigida por un ciudadano a la persona que ocupa un alto cargo político, y la solemnidad requiere también que se marquen, al decir lo que quiero decirle, las distancias entre el ciudadano-ciudadano y el ciudadano-ministro. Hasta los amigos más vinculados se hablan de usted, por ejemplo, en las ¡ntervenciones públicas en las Cámaras legislativas.

También quiero pedirle perdón por dirigirme a usted, y no a otro u otros. En su cruzada, usted no está solo; ni siquiera es el principal responsable. Por encima de usted está el presidente del Gobierno, que le ha nombrado y puede decretar su cese. Usted se encuadra, por lo demás, en dos organismos colectivos que no son poca cosa: el Gobierno de la nación y el Partido Socialista Obrero Español. Sé muy bien que usted hace lo que el presidente del Gobierno aprueba, sugiere o suscribe, al margen de anécdotas verbales; la coincidencia en ideas y propósitos no quiere decir identidad de palabras; como decía aquel ilustre naturalista, Buffon, el estilo es el hombre, y no hay dos hombres iguales. Sé muy bien que lo que usted hace en esta cruzada es política del Gobierno y es política de su partido, que de modo admirablemente unánime se identifican en este asunto con usted. Pero a usted le ha tocado personificar tan altos designios y tan colectivas aspiraciones, y le ha tocado, precisamente, porque es usted el ministro del Interior, y el negocio entra más bien en el ámbito de su función.

Pero usted tampoco está solo, porque cuenta con apoyos políticos importantes, además de los de su muy importante partido. Usted cuenta con el apoyo de dos significativos grupos políticos, Convergència i Unió y el Partido Nacionalista Vasco (PNV). Y ahí es nada: su número de votos en el Congreso y en el Senado es pequeño, pero ciertamente, tratándose de una ley que afecta a las libertades, se trata de votos de calidad demostrada a lo largo de una historia de muchos, incluso de muchísimos años. Es cierto que han puesto pegas a algunos artículos del proyecto que usted tan ardiente y ejemplarmente defiende, y no son cuestiones baladíes. Pero el apoyo político al proyecto en su conjunto ha sido claro; que para esos juicios políticos globales están los debates de totalidad.

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Pero hay más: usted cuenta con otros apoyos extendidos, aunque menos articulados y más difusos: los de numerosos ciudadanos que no hacen oír su voz, pero cuya voz se interpreta a través de las encuestas de opinión, y parece que esas encuestas han sido no sólo envoltura confortable, sino acicate determinante a la hora de fabricar una ley como esta de que hablamos. Lo que es comprensible en una democracia regida por las más o menos espaciadas luchas electorales, pues ya decía Quevedo, aquel gran misógino y excelente escritor, que el mejor procedimiento para que una mujer vaya tras un hombre es andar delante de ella.

Pues, a pesar de todo ello, permita que le diga que, cuando leí el anteproyecto, tal como cayó en mis manos, sentí una indignación que resultó pasajera, para dar lugar a un sentir persistente de desesperanza, tristeza y temor. Y no le hablo en nombre de ninguna de las entidades colectivas, públicas o privadas, a las que pertenezco. Le digo lo que le digo en nombre de mí mismo, y reconozco la suerte que me cabe de poder hacerme oír.

Este proyecto de que hablamos, señor ministro, será más o menos inconstitucional, y al menos se podrá o no podrá arreglar con cambios estratégicos de palabras, que podrán tener o no trascendencia práctica. Pero sí tengo la convicción de que ese proyecto implica un bandazo constitucional, hasta el punto de desnaturalizar sus previsiones. La materia de las libertades y derechos fundamentales es muy delicada. Y las Constituciones las regulan y garantizan esencialmente frente a quienes pueden desconocer o abusar de esos derechos, frente a quienes pueden, en la práctica, dejar a los ciudadanos despojados de los mismos. Y entre esos posibles abusadores ocupa un lugar preeminente eso que se llama el poder, el poder ejecutivo, es decir, quienes lo ostentan y quienes, a sus órdenes, se ocupan del cumplimiento de sus designios.

De manera que las Constituciones, y la nuestra también, cuando de verdad pretenden que los ciudadanos tengan, derechos y libertades, encomiendan su defensa, su garantía, a unos sujetos distintos e independientes del poder ejecutivo, que se llaman jueces. Y éstos reponen a los ciudadanos en sus derechos vulnerados, y también cuando son vulnerados por cualquiera de las mil facetas en que se manifiesta ese poder ejecutivo. Y cuando de libertades y derechos fundamentales se trata, muchas Constituciones, y también la nuestra, establecen una intervención judicial inmediata y urgente, a veces con carácter previo a determinadas acciones del poder, otras con carácter posterior. Y así debe ser si queremos vivir en un Estado de libertades, y yo, al menos, sí que quiero. Porque para guardar a los rebaños de los lobos no se utilizan lobos, sino perros; dicho sea sin ánimo de molestar a los animalófilos. Es lo que la Constitución regula como la tutela judicial de los derechos.

Pues bien, señor ministro, en cuanto a mi se me alcanza, esa ley que usted propugna y defiende, esa ley tan apoyada y comprendida, da un paso importante: la defensa judicial de los derechos queda en un segundo plano, y cede, en el tiempo y en el acento, a la defensa gubernativa de eso que se llama la seguridad ciudadana, que es una versión moderna de lo que en serios tiempos no democráticos se llamaba el orden público.

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Pero a mí no me asustan las palabras; le digo que soy firmemente contrario a la inseguridad ciudadana y al desorden público. Y creo que usted hace muy bien en ocuparse de que tales inseguridad y desorden no existan. Pero no estoy de acuerdo en los medios que esa ley contiene. Y no estoy de acuerdo porque pone, de hecho, en manos de las autoridades gubernativas unos medios que atentan gravemente contra el pacífico y seguro disfrute de derechos fundamentales que constituyen la razón de ser de nuestro sistema político y que, al menos para mí, son de gran trascendencia. Y no estoy de acuerdo porque todo el proyecto, y no sólo los artículos más debatidos, se basa en el criterio de dejar en un segundo plano la tutela judicial de los derechos y colocar por delante la función protectora de la autoridad gubernativa.

Y no se escandalice, por favor, porque yo hable de posibles abusos del poder ejecutivo frente a los ciudadanos, de la posible vulneración de derechos de los ciudadanos por el poder ejecutivo. Todos los días (al menos todos los días hábiles) se dictan en España decenas de sentencias de toda laya en que las administraciones son condenadas por haberse extralimitado, en perjuicio de los ciudadanos, en el ejercicio de sus funciones. Y eso es normal; es decir, resulta normalísimo que el poder ejecutivo se extralimite. También yo he sido poder ejecutivo y los tribunales me han echado atrás decisiones improcedentes. Por tanto, hay que atarlo corto. De lo contrario, el deslizamiento hacia el despotismo es inevitable. Y eso vale también con un poder ejecutivo democráticamente legitimado y sujeto a la ley, que es lo que aquí sucede. Raíz democrática no es garantía de escrupuloso respeto a los derechos de los ciudadanos ni a los ciudadanos mismos.

Ya sé que a usted se le pide eficacia en la lucha contra la droga y en otras luchas; ya sé que eso es muy difícil, y quizá imposible. Yo también quiero eficacia en esas luchas. Deseo que usted, el presidente del Gobierno, y el Gobierno, y sus subordinados, actúen con eficacia y corrección legal. Deseo que ustedes y sus subordinados me protejan, y así lo espero, y si llega el caso, no dudaré en acudir a ustedes. Pero no se moleste: necesito, necesitamos que alguien nos proteja frente a ustedes, y ese alguien sólo pueden ser los jueces. Y no basta en todos los casos el recurso contencioso ante un tribunal que resolverá, a posterior¡, con dilación de años, y con decisiones, incluidas gravísimas sanciones, que pueden afectar gravemente a patrimonios, fama, diginidad, paz y tranquilidad de los ciudadanos. En cuanto se refiere a derechos fundamentales, necesitamos con frecuencia al juez con presencia inmediata, o previa, o rapidísima. El Gobierno, y usted, y sus subordinados, son imprescindibles; pero el Gobierno, y usted, y sus subordinados, y los futuros Gobiernos, y los futuros ministros del Interior, y los futuros subordinados de todos ellos, necesitan un control jurisdiccional de carácter inmediato cuando se trata de acciones que afectan directamente a los derechos fundamentales. Necesitan, en realidad, que el poder de neutralizar, en su caso, esos derechos se transfiera a los jueces. Sólo eso puede empezar a dejarnos tranquilos. Tiene usted razón cuando dice que el que no sea camello no se preocupe; de acuerdo, pero cuando haya un juez decidiendo, allí mismo, si yo soy o no soy un camello, real o presunto.

¿Y sabe por qué es así? Porque ni el presidente del Gobierno, ni usted, ni las autoridades gubernativas, son independientes, y porque acumulan, en razón de su función, unos enormes poderes que pueden materialmente machacar a un ciudadano. Y ustedes no son independientes porque no pueden serlo ni nadie se lo exige, y ustedes tienen esos poderes porque se los han dado los electores y las leyes. Ustedes son un bien, pero son también un peligro, como lo serán los sucesores de ustedes y lo fueron los que les precedieron; son un peligro para la libertad y las libertades; lo son funcionalmente. Y la única respuesta posible está en los jueces.

Ya sé que esta ley pretende legitimarse precisamente en la ineficacia judicial. Ya sé que hay jueces haraganes, ignorantes, quisquillosos, etcétera. En todos los gremios hay sujetos así. Para que nadie padezca, en el mío de profesores universitarios he conocido y conozco a ignorantes ejemplares. Pero ustedes no pueden sustituir la función judicial en un Estado de derecho basado en las libertades. Sé que es incómodo y difícil. Pero lo que habrá que hacer es conseguir que el sistema judicial funcione bien, y no dejarlo en la trastienda porque funciona mal. La seguridad ciudadana es imprescindible para el goce de las libertades y derechos. Por favor, no defiendan nuestras libertades cercenándolas y prometiendo aplicaciones discriminadas de sus poderes en perjuicio exclusivo de los malos. Sólo un juez puede decir quién es bueno y quién es malo. Es cierto que a los jueces, cualquiera que sea su modo de designación, confiamos una enorme responsabilidad, fiados en su independencia y buen juicio. Pero eso es también la servidumbre de un Estado de libertades. Mejoremos a los jueces; pero que haya jueces.

Por todo esto, comprenda usted, al menos, mi desesperanza. Desesperanza por el hecho de que tantas personas que han sido y son defensoras de las libertades, empezando por usted mismo, vengan a buscar estas falsas soluciones. Desesperanza porque estas falsas soluciones tienen en España una enorme tradición, que va mucho más allá del franquismo. Desesperanza porque partidos nacionalistas con tan hondo sentido histórico de esas libertades cambien de opinión cuando se les asegura que ellos también, en su ámbito, serán autoridad gubernativa competente. Desesperanza porque posibles cálculos electorales y la presión de una opinión inducida de encuestas conduzcan a aceptar este singular ataque a la esencia constitucional. Desesperanza porque no es ya un caso aislado en medio de un fervor generalizado por el mantenimiento y profundización de los derechos fundamentales, como sucede con la anunciada reforma de la Ley de Comunicaciones y con otras. Desesperanza porque lo que se discute hasta el cansancio es el concepto del delito flagrante y los presuntos posibles abusos policiales, cuando esta ley no plantea un problema de competencias o poder policiales; el problema es el de la mentalidad autoritaria que impregna toda la ley, a conciencia o no de sus promotores; la policía no es más que un instrumento de la autoridad, que es la que aquí aparece reforzada con poderes exorbitantes. Desesperanza porque de lo que se habla es de lo que usted dijo o dejó de decir en debates y comparecencias, y porque éstos o aquéllos se sienten dolidos por las palabras pronunciadas, cuando éstas son cuestiones menores, si es que son cuestiones y no meros fuegos de artificio. Y tantas cosas más.

Y temor. Con una ley así en nuestro corpus legal, seremos, camellos o no camellos, menos libres que antes. Y más inseguros. No sé si tendremos más seguridad ciudadana; sí sé que tendremos menos seguridad jurídica, y mayores razones para temer al poder; es decir, a la autoridad. Al menos ésa es mi opinión.

Con toda mi consideración, le saludo atentamente.

Jaime García Añoveros es catedrático de Hacienda de la Universidad de Sevilla.

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