La humildad de Ken Loach deja,en ridículo a la soberbia de Claude Chabrol
Dos desconocidos cineastas, el joven canadiense Atom Egoyan (El liquidador) y el veterano británico Ken Loach (Riff-Raff), pusieron ayer en evidencia la mediocridad que encubre el gesto soberbio y petulante del famoso Claude Chabrol, al encararse de tú a tú ni más ni menos que con Gustave Flaubert y su Madame Bovary. Chabrol realiza un parasitario, torpe e irrisorio calco de la genial novela, mientras sus humildes colegas, limitándose a mirar a su alrededor, dan nueva vida y nuevos horizontes al lenguaje cinematográfico.
Para penetrar con una cámara y sus ruidosos cachivaches en el universo frágil y silencioso, como el de todos los crucificados, de Emina Bovary, hace falta esa gran altura moral que sólo se alcanza desde el encogimiento, desde el sigilo de la humildad, sin dejarse ver, caminando de puntillas sobre las páginas de su libro-evangelio. Pero Claude Chabrol vulnera este sagrado rincón de la literatura como los elefantes las cacharrerías: no se acerca con la boca cerrada a oír la voz de Flaubert, sino que la roba y la domestica, haciéndola ser parte de imágenes toscas e imitativas que la degradan.
Incapaz de representar la tragedia de Einma, Claude Chabrol la simula. Impotente para visualizar su dolor, hace que el propio Flaubert nos lo diga fuera de campo, instrumentalizando así su palabra y humillando de paso al cine, que se muestra aquí incapaz de añadir nada propio a una verdad ajena.
Barrida del mapa
La insufrible película fue ayer barrida del mapa de la Seminci al competir con El liquidador -intrincada, casi hermética pero apasionante investigación del canadiense Atom Egoyan en los entresijos del lenguaje visual- y, sobre todo, con la pequeña maravilla de Ken Loach (Riff-Raff), que es una obra maestra de cine pobre sobre la pobreza, convertida en la pantalla en riqueza artística. Para entendemos: con el presupuesto de Madame Bovary se podrían realizar 20 Riff-Raff, que tiene en cada fotograma de sus 90 minutos 20 veces más cine que en los 150 del metraje de la, es un decir, película francesa. Riff-Raff y la anterior obra de Loach, Agenda prohibida, se estrenarán pronto en España y tendremos por fin ocasión de conocer a uno de los hombres más serios e indómitos del cine actual.
Está escrito que la señora Thatcher movilizó hace tres anos a su regimiento especializado en guerras sucias para impedir el estreno en Londres de Agenda prohibida, donde se la representa como pelele con faldas de un golpe de Estado oculto, organizado por los servicios secretos del Ejército británico.
Riff-Raff baja de las alturas del 10 de Downing Street y se mete en las cloacas del régimen thatcheriano: en el trabajo de una cuadrilla de jornaleros albañiles de Liverpool que reconstruye un viejo edificio para convertirlo en apartamentos de lujo.
Lo hace Loach en forma de comedia y en los límites mismos de una tragedia que estalla de verdad y de vida. Fue rodada para la televisión, entre andamios, con celuloide de 16 milímetros luego hinchado a 35, y en cuya emulsión hay toneladas de riesgo moral, poder de convicción, gracia, talento y solidaridad.
Es Riff-Raff un filme-barricada, en el que 30 peones desarrapados se defienden a carcajadas, con auténtico humor incendiario, del ataque de sus capataces, mensajeros de los amos de su isla. Y el cine recupera, junto a la capacidad de hacer reír con los dientes apretados, el elogio de la defensa contra esa vergonzosa sublevación -denunciada anteayer por Alain Tanner aquí mismo- de los ricos contra los pobres, de los poderosos contra los inermes, en que se ha convertido el nuevo desorden mundial que ahora nos ordena.
Babelia
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