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La esperanza del mundo

Manuel Rivas

Comenzó el curso escolar. A Gervas, que tiene un cierto parecido con Woody Allen, ya se le ha puesto la cara de Arnold Schwarzenegger. Mi amigo es profesor. Maestro, dice él.Lo había visto feliz. Hemos, hablado este verano sobre el futuro de la humanidad mientras, pasaba sonriente sobre patines, la chica del vermú Martini y los, niños de la playa parecían ciertamente niños en una playa. Se reía de lo sucedido en la histérica recta final de junio. Durante los exámenes, una madre intentó arrancarle los ojos y el primo de un alumno le rajó las ruedas del coche ante sus narices. Tomó Valium 5 esa temporada para poder dormir.

-¡Cabrón! -le había llamado la madre.

-¡Marica! -le llamó el primo del otro.

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No respondió en ningún caso. Le repugnaba aquel uso inapropiado del lenguaje, por demás- contradictorio, pues si era cabrón difícilmente sería marica. Por otra parte, era profesor de Química, y no de Ética, por lo que estaba mucho más preparado para entender los avatares humanos. Sabía perfectamente lo que significaban las ojeras de aquella madre y el tatuaje de, un pene en forma de ojiva nuclear en el antebrazo del susodicho primo.

-Lo que no pude soportar -contaba con una distante sonrisa veraniega- fue que me llamaran facha.

-¿Facha? ¿Te llamaron facha?

-Fue una tía, una alumna de BUP. Me pidió que le aplazara el examen, le dije que no hacía excepciones, y entonces me dijo que me enrollara, anda, enróllate, tío; esas cosas me dijo, y yo le dije que nada de rollos, y entonces va ella, la chavala, se levanta del examen, me llama facha y seguidamente se larga dando un portazo.

Lo imaginé en el aula, pasmado, boquiabierto, con las gafas a punto de deslizarse por el tobogán de la nariz. ¡Gervasio, el amable y educado anarcopacifista, el librepensador, el autor de una tesis sobre Bioquímica y humor, él, acuñado de facha!

-¿Y qué hiciste?

-Lo siento.- No pude reprimirme.

-¡Cielos! ¿Qué pasó?

-Salí lanzado al pasillo y la llamé boba. Fue así. Salí al pasillo y la dije que era una boba. ¡No veas qué follón! Ella sepuso colorada, luego balbuceó y luego se echó a llorar. Tuvimos una reunión en la cumbre con el jefe de estudios. Discutimos qué era peor: que a uno le llamaran facha o que le llamaran bobo. Yo ahora la comprendo. Lo de boba es una cursilada, pero en el pasillo -de un colegio, en labios de un profesor y con cierto rintintín, puede sonar como una perdigonada en el culo.

Debe ser duro, sí. A mí nunca me llamaron bobo, pero, una vez, un maestro, conocido entre nosotros por el apodo de Caballo Blanco, me dio una patada, con el resultado de esguince de tobillo., Aquel buen hombre tenía el empeine culto, y al reposo de aquella coz le debo en buena parte mi vocación literaria, reforzada posteriormente con el consejo materno de que evitara los trabajos a la intemperie. Yo sé que a mi madre le hubiera gustado que fuese maestro, profesor o funcionario, algo que se ejercite bajo techo y al abrigo de las limpias borrascas del noroeste. Para ella sólo existen dos grandes grupos sociales: los que trabajan con calefacción y los que se mojan.

Pensando en mi madre, estuve a punto de aceptar recientemente un trabajo en la enseñanza. Se trataba de dar clases en una nueva facultad o algo así. Pero he desistido al volver a encontrarme con Gervas y ver la cara que se le ha puesto a Arnold Schwarzenegger. Debe ser un estadio posterior al Wilt de Tom Sharpe, cuando tiene que explicar Shakespeare a Carniceros 1 o Yeseros 2. Primero, la ilusión. Luego, el escepticismo. Más tarde, la sorna. Finalmente. Terminator.

He sido alumno. Soy ex alumno. Ésa es mí militancia. Me he curtido en los pupitres, he conspirado en los recreos mientras compartíamos el bocata de chorizo y he llevado la contraria por dignidad generacional. Es cierto que nunca le hemos llamado facha a un profesor. En mi tiempo, en la mayoría de los casos, sería como llamarle bocazas a Gil y Gil o banderillero al Idígoras. Una redundancia.

No me puedo imaginar al otro lado de la trinchera. Sólo de pensarlo me dan escalofríos. Los tiempos han cambiado, y yo, fatalmente, soy el resultado ,de una relación escolar bastante peculiar. Por eso tiemblo al imaginarme en una tarima. ¡Veinte pares de ojos están mirándome fijamente! ¡Con seguridad, han sido alimentados a yogur y desayunan compuestos de cinco cereales! ¡Es probable que vayan a clases de taekwondo y que le gusten The Antrax! Estoy viendo a sus padres acorralarme en una esquina y a sus primos limpiarse las uñas con la navaja o darse golpecitos en el muslo con el bate de béisbol. Bueno, sé que es una pesadilla, una exageración, un mal sueño, pero de profesor, ni loco.

Sí, un mal sueño. Porque luego he visto la foto de ese niño gitano solitario en un aula, en Mancha Real, y recordé un grabado antiguo en una librería de viejo de Oporto. Se titulaba L'écolier. Era un niño descalzo, con una barra de pan bajo un brazo y un libro en el otro. El librero, un anciano venerable que honraba su cueva, me dijo que no estaba en venta, que mostraba a aquel escolar en el escaparate como el retrato más digno y esperanzador que conocía de la condición humana.

Delante del solitario niño gitano, con la memoria del grabado en la rúa portuguesa, he brindado interiormente por la escuela. Así, en abstracto, corno quien brinda por un oasis de nostalgia al que ya no volveré. Tendré que darle una palmada en la espalda a Gervas, a ver si se le cambia esa cara de Schwarzenegger. Y decirle, evitando ese cínico rintintín contemporáneo, que él también es la esperanza del mundo.

es escritor y periodista.

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