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PEDRO LAÍN ENTRALGO Ortega, en Alemania

La reciente publicación de Cartas de un joven español puede -y debe- dar jugosa materia de glosa a muchos españoles de calidad: los estudiosos del pensamiento de Ortega hallarán en ellas no pocas noticias valiosas para entender los, primeros pasos del filósofo hacia la ulterior configuración de su pensamiento; los deseosos de conocer con integridad cómo en el alma de un joven van perfilándose el disgusto ante la patria que ve y el proyecto de Ia patria a que aspira verán saciado su deseo; los doctos en la historia de la expresión literaria se complacerán descubriendo cómo nace epistolarmente un formidable escritor, y acaso señalando con puntualidad el contraste entre la prosa amatoria de entonces y la de hoy, en la medida en que ésta exista; los cultivadores del costumbrismo se divertirán y nos divertirán comentando la diferencia entre los hábitos caseros de un mozo madrileño de comienzos de siglo y los de un estudiante de Leipzig y Berlín en ese preciso trance de la vida alemana... Suculentos ternas, diría tal vez el autor de las cartas que ahora se publican.Yo quiero limitarme a la volandera glosa de dos de ellos: el modo de la relación entre el hijo y el padre y la manera orteguiana de entender !.a formulación de un proyecto.

Comparando dos variedades de la relación interpersonal, la que se establece entre el padre y el hijo y entre el maestro y el discípulo, más de una vez he dicho yo: "Mal hijo el que con el paso del tiempo no sabe ser padre de su padre; mal padre el que a su vez no sabe convertirse en hijo de su hijo. Mal discípulo el que al ganar personalidad no sabe ser maestro de su maestro; mal maestro el que, por su parte, no es capaz (le ser discípulo de su discípulo".

En lo tocante a la relación paternofilial, ejemplarmente lo demostraron José Ortega Munilla y José Ortega y Gasset. En Ortega Munilla, liberal sincero y consecuente, escritor de indudable mérito y periodista que supo llevar El Imparcial hasta la cima de su prestigio, se Juntaban dos notas personales no fáciles de casar entre sí: de una parte, el amor paternal y la honda admiración que sentía por su hijo, y de otra, su actitud moderada ante los bien patentes males de su patria; moderación generacionalmente compartida por cuantos de mozos habían celebrado la paz que trajo consigo la Restauración de Sagunto y en cuya génesis acaso influyera su propio carácter. En Ortega y Gasset, a su vez, habían de conciliarse su profundo cariño al padre que tanto le admira y que tan solícita y abnegadamente ha hecho posible su viaje de estudios a Alemania y la precoz afirmación de su propia personalidad, así en su incipiente pero ya vigorosa carrera intelectual como en su postura fuerte y acerbamente crítica -en esto, un continuador directo de lo que están haciendo los miembros de la generación precedente, la del 98- ante las deficiencias y los vicios sociales y políticos de aquella España. Muy bien manifiestan tal concordancia y tal discrepancia dos episodios de la ejemplar relación paternofilial entre José Ortega Munilla y José Ortega y Gasset.

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Uno, el claro contraste entre la actitud paterna y la filial ante un suceso que en 1906 agitó vivamente nuestro mundillo intelectual: la no elección de Menéndez Pelayo y la elección de Pidal y Mon para la dirección de la Real Academia Española. La fracción mas viva y exigente de nuestra sociedad trató de oponerse a tal injusticia firmando una carta colectiva en que se pedía la retirada de Pidal, en favor de la "indiscutible personalidad" de Menéndez Pelayo; pero con sólo tres votos en pro de éste, entre ellos el de Ortega Munilla, Pidal fue al fin elegido. No contento con la emisión de ese voto, Ortega Munilla publicó en El Imparcial un artículo en el cual, a juicio del hijo, se excedía en sus elogios al polígrafo montañés, de cuya generación era miembro. El hijo discrepa del padre; no porque no considere grave injusticia lo que en la Academia se ha hecho, sino porque, desde un punto de vista puramente intelectual, ese que tan fecunda y exigentemente adoptarán los miembros de la generación del 14, no puede aceptar que se nombre a Menéndez Pelayo "personalidad indiscutible". Filial y rotundamente le escribe a su padre: "Con el cariño enorme que puedas imaginar te digo que creo un tanto inconsciente cuanto habéis ahora dicho sobre M. Pelayo, y que el artículo tuyo es una incontinencia de juicio (salvo en que el hecho significaba una inmoralidad ... ), que es la negación de juicio". Y luego: "El hecho de que casi todos los soi-disant literatos españoles firmen un lugar en que se dice que M. Pelayo es indiscutible es sencillamente intolerable.

Personalidades indiscutibles sólo puede haberlas donde nadie cumple con el deber social de discutir las personalidades". El hijo mostraba ser personalmente padre de su padre -de otro modo lo hizo ver en otras ocasiones, y elocuentemente lo prueba este epistolario- invitándole a salir históricamente de la generación de 1880 e instalarse en la entonces incipiente generación de 1914. "Una nueva casta de hombres, acaso pocos aún", dirá en la misma carta, "va naciendo en España, y yo soy el último de esa casta, pero soy de ella".

Pocos años después, Ortega Munilla iba a demostrar de un modo muy paladino, pero también muy digno, que sabía ser hijo de su hijo. Los organizadores de los Juegos Florales de Valladolid le pidieron que fuese su mantenedor. Como un honor aceptó la petición. Pero a la hora de cumplir con ella, el mucho trabajo y cierto cansancio vital -con frecuencia se había quejado de él a su hijo, y siempre éste le respondió con palabras de consejo y estímulo- le hicieron pedir a José que le escribiese el discurso preceptivo. Como de su propia Minerva lo leyó su padre y, con la indudable aquiescencia' del hijo, como suyo lo publicó El Imparcial. Curioso episodio, desconocido hasta que -tras muy fina labor de marquetería, porque hay no pocas discrepancias entre el manuscrito del hijo y el texto impreso en el periódico- lo ha incorporado a Cartas de un joven español la sagaz editora de su padre y su abuelo. En él, antes lo indiqué, el padre sabe ser rendido y agradecido hijo de su hijo, puesto que devotamente recurre al talento y a la pluma de éste; y el hijo, a su vez, manifiesta ser generoso padre de su padre, en cuanto que el texto del discurso expresa con toda la claridad y toda la energía necesarias buena parte de su juicio personal acerca de los males de su patria y del camino para curarlos. Más aún debe decirse. Haciendo suyo lo que el hijo generosamente le ofrece, el padre no arría por completo la bandera de su paternidad; tal es, a mi modo de ver, el secreto sentido de los recortes y las modificaciones estilísticas a que somete el texto filial a la hora de hacerlo totalmente suyo. Y aceptando algo que adjetivamente modifica la expresión de su pensamiento, el hijo matiza con delicadeza la asunción del papel -ser padre de su padre- que así está desempeñando.

Párrafos atrás anuncié otro comentario, éste a la manera orteguiana de entender la formulación de un proyecto. La madre comunica al estudiante lipsiense que por su mediación ha sido concedida a alguien de su familia la administración de un estanco. Con alegría y buen humor, el hijo apostilla la recepción de la buena nueva con

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Ortega, en Alemania

es miembro de la Real Academia Española.

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