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Tribuna
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Un hallazgo

¡Al diablo con ellas! Un hombre que no había tenido suerte con las mujeres decidió vivir solo una temporada. Dos veces se había casado por amor. Eliminó de la casa todo lo que su amante segunda esposa se había dejado sin querer cuando se fue con las posesiones predilectas que habían reunido juntos: cuadros, vidrios raros, hasta los mejores vinos de la bodega. Tiró libros en cuyas guardas la primera esposa había puesto amorosamente su nuevo nombre de casada. Y se marchó de vacaciones sin llevarse a ninguna mujer. Por primera vez, que él recordase; pero aquellas golfas y putillas de quienes creyó estar enamorado habían sido al final tan infieles como las honestas esposas que prometieron amarle hasta la muerte.Se fue solo a la playa donde las rocas partían el mar en abanicos desflecados, donde la marea hervía y burbujeaba en las pozas. No había arena. Sobre unas piedras que eran como de dulce, veteadas, rayadas, moteadas, la gente, las mujeres, se tumbaban en colchonetas descoloridas por la sal y se acariciaban con aceites perfumados. El pelo lo llevaban, aquel año, recogido y sujeto con guirnaldas elásticas de flores artificiales, o les chorreaba -al salir del agua, sus miembros relucientes como tachonados de perlas de cristal- desde pasadores dorados que cruzaban su centelleo con el de los aros de las orejas. Los pechos los lucían al aire aquel año. Llevaban unos triángulos invertidos de tela luminiscente sobre el pubis, sujetos con un cordón que subía por la raja de las nalgas para juntarse con otros dos que daban la vuelta sobre el vientre y las caderas. En su visual, según bajaban hacia el mar, aparecían totalmente desnudas; cuando salían del mar, dando boqueadas de placer, y entraban en su visual, los pechos les bailaban, les colgaban al agacharse riendo para coger toallas y peines y el aceite de ungirse. Las había que tenían el cuerpo como una tela teñida a trozos: franjas y manchas de blanco o de rojo allí donde la ropa les había resguardado de la inmersión en el sol ardiente. Otras tenían los pezones delicados como fresas, se notaba que casi no podían ni tocárselos con la crema. Había hombres, pero él no veía a los hombres. Cuando cerraba los ojos y se ponía a escuchar el mar, olía las mujeres, olía el aceite.

Él nadaba mucho. Mar adentro, en las aguas tranquilas de la bahía, entre windsurfers crucificados a sus velas de colorines, o más cerca de la orilla, donde el rompiente eran hordas de agua blanca que le pateaban la cabeza. Una manada de madres jóvenes paseaba a sus crías por el bajío. Los niños, haciendo presa en su blandura, se aferraban desnudos a la carne de sus madres, tan reción separados de ellas que era como si todavía formaran parte de aquellos cuerpos de hembra donde los habían plantado machos como él. Él se tendía a secarse en las peñas. Le gustaba la dureza inhóspita de la piedra, revolverse para acoplar sus huesos, acomodarlos en entrantes hasta que sus contornos hallaba cobijo más que resistencia. Se dormía. Se despertaba y veía pasar las piernas depiladas junto a su cabeza: mujeres. En el calor de los hombros le caían gotas desprendidas del agua de sus melenas. A veces se encontraba buceando por debajo de ellas, y su cuerpo de piel dura se deslizaba rozándolas como un tiburón.

Como hacen los hombres en la playa cuando están solos, tiraba piedras al mar, recordando -recuperando- el arte de hacerlas rasar el agua y rebotar. Tendido boca abajo donde no alcanzaban los últimos regatos, se llenaba las manos de piedras pulidas por el mar, y mirándolas de cerca empezaba a verlas como dejan de ver los adultos; como el niño mira y remira una flor, una hoja: una piedra, siguiendo sus estrías aluviales, sus fragmentos de color misterioso, su rocío de micas incrustadas, sintiendo (lo sentía) su forma de huevo o de rombo suavizada por la mano oleosa y acariciante del mar.

No todas las piedras eran realmente piedras. Había óvalos chatos de ámbar que el océano lapidario había sacado de botellas de cerveza rotas. Había cabujones de vidrio azul y verde (alguna que otra botella ahogada) que podrían haber pasado por aguamarinas y esmeraldas. Los niños las reunían en sombreros o en cubos. Y una tarde, entre aquellos tesoros mezclados con pedacitos de gomaespuma caída de cargueros y otros restos de plástico que encallan, reflotan y vuelven a encallar en las playas de todo el mundo, encontró, entre las piedras con que ocupaba la mano como el monje que va pasando las cuentas, un tesoro de verdad. Con las guijas de vidrio coloreado había un anillo de zafiro y brillantes. No estaba en la superficie de la playa pedregosa, así que evidentemente no era que se le hubiera caído aquel día a una de las mujeres. Tenía que ser de alguna adorada, de alguna querida (o esposa entronizada) de hombre rico, que mar adentro se hubiera tirado del yate, con las joyas puestas mientras se despojaba gentilmente de otras envolturas, y que sintió que el agua le arrancaba del dedo uno de los anillos. O que no lo sintió, y no se dio cuenta de la pérdida hasta estar ya de vuelta en cubierta, y corrió a buscar la póliza del seguro, mientras el mar iba arrastrando el anillo cada vez más hondo, y luego, cansado de él con el paso de los días o de los años, lentamente lo empujaba hasta dejarlo en la orilla. Era un anillo bonito. El zafiro era un rectángulo grande, rodeado de brillantes redondos, con otros dos brillantes en baguette montados horizontalmente a un lado y otro del fulgurante montículo, enlazándolo con un cerco grabado.

Aunque sus dedos hurgando al azar lo habían desenterrado de más de seis pulgadas de profundidad, miró alrededor como si la propietaria tuviera que estar allí al lado.

Pero estaban aceitándose, secando a sus niños, arrancándose los pelos de las cejas en el reflejo de espejos minúsculos, sentadas con las piernas cruzadas y un bamboleo de los pechos sobre las mesas bajas donde el camarero del restaurante les había puesto las ensaladas y las botellas de vino blanco. Llevó el anillo al restaurante; tal vez alguien hubiera denunciado la pérdida. La dueña dio un paso atrás, como si un perista le ofreciera mercancías robadas. Eso vale dinero. Llévelo a la policía.

La desconfianza pone en guardia; quizá, en aquel lugar extranjero, hubiera motivos para desconfiar. Incluso de la policía. Si nadie reclamaba el anillo, algún lugareño se lo quedaría. Así que daba igual: se lo echó al bolsillo, o, mejor dicho, a la bolsa en bandolera donde llevaba el dinero, las tarjetas de crédito, las llaves del coche y las gafas de sol. Y volvió a la playa y se tumbó otra vez, sobre la peñas, entre las mujeres. A pensar.

Puso un anuncio en el periódico local. "Encontrado anillo en playa Horizonte Azul, martes ", y el teléfono y número de habitación del hotel. La dueña del restaurante tenía razón; hubo muchas llamadas. Algunas de hombres, diciendo que sus mujeres, madres o novias habían perdido, efectivamente, un anillo en esa playa. Cuando les pedía que lo describieran, respondían al buen tuntún: un anillo de brillantes. Pero cuando exigía más detalles no sabían qué decir. Si la que llamaba era una mujer, y la voz era la voz zalamera, insinuante (hasta llorosa, en algunos casos), de una timadora de mediana edad, colgaba el teléfono en cuanto le empezaba a describir el anillo perdido. Pero si era una voz atractiva, y a veces claramente juvenil, suave, incluso vacilante en medio de su mendaz osadía, le pedía que fuera al hotel a identificar el anillo.

Descríbalo.

Las sentaba cómodamente frente al balcón abierto, con la luz del mar escrutándoles la cara. Sólo una le convenció de haber perdido realmente un anillo; lo describió en detalle y se marchó lamentando haberle molestado. Otras -algunas francamente encantadoras y

hasta guapísimas, vestidas en plan de conquista- se habrían conformado con sacar alguna otra cosa de la visita, ya que no podían colar sus descripciones de un anillo inventado. Era como si calculasen que un anillo es un anillo, y si vale dinero es que es de brillantes; y hubo una o dos que tuvieron la astucia de decir que sí, que llevaba además otras piedras preciosas, pero era un recuerdo de familia (de una abuela, de una tía) y la verdad era que no sabían cómo se llamaban las piedras.

Pero ¿el color?, ¿la forma?

Se iban como si las hubiera insultado; o soltaban unas risitas de culpabilidad, habían ido sólo a probar fortuna, a pasar el rato. Y era enormemente difícil librarse de ellas con buenas maneras.

Hasta que surgió una con una voz que no se parecía en nada a las demás, la voz controlada de una cantante o de una actriz, quizá, que expresaba timidez. He perdido las esperanzas. De encontrarlo..., el anillo. Había visto el anuncio y había pensado que no, que no podía ser. Pero, aunque la probabilidad fuera de uno entre un millón... Él le pidió que fuera al hotel. Sin duda había cumplido los cuarenta; era una belleza natural, con unos ojos grandes, serenos, verdigrises, sin necesidad de otras ayudas que la de conservar el pelo negro y lustroso. Le brotaba como de un pico en lo alto de la frente redondeada y le caía brillante hasta los hombros. No había indicio de arruga donde se le juntaban los pechos, firmemente espaciados en el escote de un vestido negro como su pelo. Sus manos estaban hechas para llevar anillos; extendía unos dedos largos, volvía las palmas hacia arriba: Y se me cayó, vi un destello momentáneo en el agua...Descríbalo.Ella le miró de frente, giró la cabeza para desviar aquellos ojos y empezó a hablar. Es muy recargado, dijo, de platino y oro ... ; el caso es que resulta difícil describir exactamente un objeto que llevas desde hace tanto tiempo y que ya ni lo miras. Tiene un brillante grande..., varios. Y esmeraldas, y una piedras rojas..., rubíes, pero creo que ya antes se le habían caído...

Él se dirigió al cajón de la mesa tocador de] hotel, y de debajo de los folletos que informaban sobre restaurantes, programas de televisión por cable y servicios disponibles en la habitación sacó un sobre. Aquí está su anillo, dijo.

Los ojos de ella no se alteraron. El se lo presentó.

Ella le acercó la mano despacio, como meciéndola bajo el agua. Tomó de la suya el anillo y empezó a ponérselo en el dedo corazón de la mano izquierda. No le entraba, pero ella corrigió el movimiento con un rápido malabarismo y lo hizo entrar perfectamtente en el anular.

Él la invitó a cenar y no se habló del tema. Ni se hablaría jamás. Es su tercera esposa. Viven juntos, y no hay entre ellos más cosas innombradas que en cualquier otra pareja.

Traducción: María Luisa Blanco Balseiro.Este relato forma parte de Jump, el último libro publicado por Gordimer en Estados Unidos.

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