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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Saturno en Irlanda

Como tantos de sus compatriotas, el irlandés Jim Sheridan es una suerte de trasterrado de ida y vuelta, que se formó tanto en su país como en la emigración americana, no en vano fue estudiante de cine en Estados Unidos y director de diversas instituciones culturales tanto en Irlanda como en Nueva York. No debe extrañar que, conocedor de ambos márgenes del Atlántico, intente con su segundo Filme -el primero fue uno de los mejores debús en años: Mi pie izquierdo- algo, similar a lo ya realizado por John Ford en El hombre tranquilo pero con un enfoque radicalmente opuesto.,Tragedia

Si el inmortal tuerto se acercó con amor idealista a la realidad de una tierra conocida de oidas, para dar a luz uno de los productos más entrañables de su larga filmografía, Sheridan, que conoce su país, cambia de registro y en lugar de una comedia arrolladora, violenta a veces, cálidamente lírica otras, obtiene nada menos que una tragedia.

El prado (The field)

Dirección y guión: Jim Sheridan.Fotografía: Jack Conroy. Música: Elmer Bernstein. Producción: Noel Pearson para Granada, Irlanda-Gran Bretaña, 1990. Intérpretes: Richard Harris, John Hurt, Sean Bean, Brenda Fricker, Frances Tornelty, Tom Berenger. Estreno en Madrid: cines Infantas y Madrid.

Pero no es fácil realizar hoy una película así, una tragedia con fondo campesino, y son sólo unos pocos privilegiados quienes se atreven a afrontar la ilustración de lo que la sexta acepción del diccionario de la Academia define como "suceso de la vida real, capaz de infundir terror y lástima". Zhang Yimou es uno, y con Sorgo Rojo bordeó la obra maestra; Sheridan es otro, y con The Field sale airoso de la empresa.

La vida brutal de Bull McCabe -un Richard Harris sencillamente espléndido- el prometeico protagonista a cuyo alrededor se teje la densa red de la narración con susmeandros y misterios, sus estallidos de violencia y su contenido dramatismo, nada tiene de heroica en un sentido clásico.

Su vida tiene sólo y ya es mucho el hosco color del drama cotidiano de un campesino pobre, superviviente de la guerra de liberación contra Inglaterra y de una guerra más ancestral aún, esta vez contra el hambre.

Su bagaje, tan sólo la tozudez, el sangrante esfuerzo; su esperada recompensa, un prado que no es suyo pero que sus manos -y antes que él la de sus antepasados- han arrebatado a las piedras con enormes sacrificios y que sólo espera dejar en herencia a su hijo.

Así pues, El prado se construye desde varias premisas: el derecho legal a la posesión de la tierra enfrentado al derecho moral de quien la ha trabajado y "la entiende". Pero también, como tantas veces antes en una cultura basada en la posesión de la tierra, desde el conflicto entre lo viejo -el amor al terruño y sus reglas: Bull- y lo nuevo, representado por el americano que piensa hacer del prado un espacio urbanizado, la sede de una industria que dará trabajo a las depauperadas gentes del lugar.

Y mal que le pese, en este campo se alinea también el acomplejado hijo del campesino-un Sean Bean que se mueve muy bien en la piel de un personaje tan poco agradecido que sueña con romper las amarras que al prado lo atan y que en vano intentará la fuga con una gitana, milenario símbolo de libertad y desarraigo.

Lo viejo y lo nuevo

Pero El prado no es sólo un drama rural familiar, hecho a la medida de un personaje trágico, moderno Saturno que devora sin querer a sus propios hijos y del cual, a la postre, termina por enseñorearse la muerte.

En realidad, al trazar con mano maestra las líneas que unen y separan lo viejo de lo nuevo, y al dar a cada una de sus criaturas las razones para defender su propio punto de vista, Jim Sheridan construye una metáfora sobre el trágico destino de su país, desde las grandes hambrunas de la década de 1840 y sus secuelas migratorias, hasta hoy mismo. Tierra y hambre, religión y paganismo, progreso y tradición son los nombres de las contradicciones que el filme aborda y para las cuales, como es obvio, Jim Sheridanno tiene ninguna respuesta.

Sólo "el terror y la lástima" quedan como poso final para el espectador, junto con la patética imagen de ese viejo y a la vez nuevo Calígula que azota inutilmente al mar embravecido con su cayado, majestuoso plano final de una película construida con los mimbres de lo clásico: una buena narración, unos mejores intérpretes y una excelente historia.

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